Días de 1978
Roberto Bolaño
En
cierta ocasión B asiste a una fiesta de chilenos exiliados en Europa. B acaba
de llegar de México y no conoce a la mayoría de los asistentes. La fiesta, en
contra de las expectativas de B, es familiar: los invitados están unidos no
sólo por lazos de amistad, sino también por lazos de parentesco. Los hermanos
bailan con las primas, las tías con los sobrinos, el vino corre en abundancia.
En
determinado momento, posiblemente al amanecer, un joven se encara con B
utilizando un pretexto cualquiera. La discusión es lamentable e inevitable. El
joven, U, hace gala de una bibliografía demencial: confunde a Marx con
Feuerbach, al Che con Franz Fanon, a Rodó con Mariátegui, a Mariátegui con
Gramsci. La hora de la discusión, por lo demás, no es la más apropiada, las
primeras luces de Barcelona suelen enloquecer a algunos trasnochadores, a otros
los dotan de una frialdad de ejecutores. Esto no lo digo yo, esto lo piensa B y
consecuentemente sus respuestas son gélidas, sarcásticas, un casus belli más
que suficiente para las ganas de pelear que tiene U. Pero cuando la pelea ya es
inminente, B se levanta y rehúsa el enfrentamiento. U lo insulta, lo desafía,
golpea la mesa (y tal vez la pared) con el puño. Todo inútil.
B no
le hace caso y se marcha.
Aquí
podría terminar la historia. B detesta a los chilenos residentes en Barcelona
aunque él, irremediablemente, es un chileno residente en Barcelona. El más
pobre de los chilenos residentes en Barcelona y también, probablemente, el más
solitario. O eso cree él. En su memoria el incidente se asemeja, más que nada,
a una pelea de liceo. La violencia de U, sin embargo, lo lleva a sacar amargas
conclusiones, pues U ha militado y tal vez aún milita en uno de los partidos de
izquierda que B contemplaba, en aquella época, con más simpatía. La realidad,
una vez más, le ha demostrado que la demagogia, el dogmatismo y la ignorancia
no son patrimonio de ningún grupo concreto.
Pero
B olvida o trata de olvidar el incidente y sigue viviendo.
De
forma vaga, como si hablaran de un muerto, periódicamente le llegan noticias de
U. En el fondo, B preferiría no saber nada, pero si uno frecuenta a ciertas
personas es imposible no enterarse de lo que ocurre alrededor o de lo que la
gente cree que ocurre. Así, B sabe ahora que U ha obtenido la nacionalidad
española o que U asistió una noche, acompañado por su mujer, a un concierto de
un grupo folklórico chileno. Es más, por un segundo B imagina a U y a la mujer
de U sentados en un teatro que paulatinamente se va llenando de gente, a la
espera de que suba el telón y aparezca el grupo folklórico, tipos de pelo largo
y con barba, iguales, en cierto modo, que U, e imagina también a la mujer de U,
a la que sólo ha visto una vez y que le parece guapa, con un punto de extrañeza,
una mujer que está en otra parte, que saluda (como saludó a B en aquella
fiesta) desde otra parte y que mira el telón, que aún no se levanta, y a su
marido, desde otra parte, un lugar informe tamizado por sus ojos grandes y
plácidos. ¿Pero cómo puede tener esa mujer los ojos plácidos?, piensa B. No hay
respuesta.
Una
noche, sin embargo, llega una respuesta, aunque no la respuesta que B esperaba.
Mientras cena con una pareja de chilenos B se entera de que U está internado en
un psiquiátrico tras haber intentado matar a su mujer.
Tal
vez esa noche B ha bebido demasiado. Tal vez la historia que cuenta la pareja
de chilenos está exagerada hasta niveles caricaturescos. Pero lo cierto es que
B escucha el relato de las adversidades de U con sumo placer, y luego,
imperceptiblemente, con una sensación de victoria, una victoria irracional,
mezquina, en la que entran en escena todas las sombras de su rencor y también
de su desencanto. Imagina a U corriendo por una calle vagamente chilena,
vagamente latinoamericana, aullando o profiriendo gritos, mientras a los lados
los edificios comienzan a humear, sostenidamente, aunque en ningún momento es
posible discernir ni una sola llama.
A
partir de entonces B, cada vez que se encuentra con esta pareja de chilenos,
indefectiblemente pregunta por U y así se entera, de forma paulatina, como si
las noticias, para su secreta satisfacción, se fueran escanciando cada quincena
o cada mes, de que U ha salido del psiquiátrico, de que U ya no trabaja, de que
la mujer de U no lo ha abandonado (algo que a B le parece francamente heroico),
de que en ocasiones U y su mujer hablan de volver a Chile. A la pareja de
amigos chilenos, por supuesto, la idea de volver a Chile les resulta seductora.
A B le parece una idea atroz. ¿Pero U no era de izquierdas?, pregunta. ¿Pero U
no era del MIR?
Aunque
no lo dice, B compadece a la mujer de U. ¿Por qué una mujer como ésa se ha
enamorado de un tipo como aquél? En alguna ocasión, incluso, los imagina
haciendo el amor. U es alto y rubio y sus brazos son fuertes. Si aquella noche
hubiéramos peleado, piensa, yo habría perdido. La mujer de U es delgada, tiene
las caderas estrechas y el pelo negro. ¿De qué color son sus ojos?, piensa B.
Verdes. Unos ojos muy bonitos. En ocasiones a B le da rabia pensar en U y en su
mujer, si pudiera, si fuera posible, los olvidaría para siempre (¡sólo los ha
visto una vez!), pero lo cierto es que la imagen de ambos, enmarcada en aquella
fiesta lamentable, perdura en su memoria de forma misteriosa, como si estuviera
allí para decirle algo, algo que es importante, pero que B, por más vueltas que
le da, no sabe qué es.
Una
noche, mientras pasea por las Ramblas, encuentra de casualidad a sus amigos
chilenos. Éstos van acompañados por U y por la mujer de U. Inevitablemente
tiene que saludarlos. La mujer de U le sonríe y su saludo se podría considerar
efusivo. U, por el contrario, apenas le dirige la palabra. Por un instante B
piensa que U se está haciendo el tímido o el distraído. En su actitud no
percibe, sin embargo, el menor signo de agresividad. De hecho, es como si U lo
viera por primera vez. ¿Está fingiendo? ¿Este desinterés es natural o es
producto de su brote psicótico? La mujer de U, como si quisiera atraer la
atención de B, habla de un libro que acaba de comprar en uno de los quioscos de
las Ramblas. Exhibe el libro, se lo muestra, le pregunta qué opinión le merece
el autor. B confiesa, a su pesar, que no lo ha leído. Tienes que leerlo, dice
la mujer de U, y luego añade: si quieres, cuando lo termine, te lo presto. B no
sabe qué decir. Se encoge de hombros. Balbucea un sí que no lo compromete a
nada.
Al
despedirse la mujer de U lo besa en la mejilla. U le da un apretón de manos.
Nos veremos pronto, dice.
Cuando
se queda solo, B piensa que U ya no le parece tan alto ni tan fuerte como en la
fiesta, de hecho es sólo un poco más alto que él. La imagen de su mujer, por el
contrario, ha crecido y ha ganado brillo hasta un nivel insospechado. Esa noche
a B, por motivos ajenos a este encuentro, le cuesta conciliar el sueño y en un momento
de su insomnio vuelve a pensar en U.
Lo
imagina en el psiquiátrico de Sant Boi, lo ve atado a una silla, retorciéndose
de rabia mientras unos médicos (o la sombra de unos médicos) le aplican
electrodos a la cabeza. Un tratamiento de esa naturaleza, piensa, tal vez pueda
empequeñecer a una persona alta. Todo parece absurdo. Antes de quedarse dormido
se da cuenta de que su deuda con U ya está saldada.
Sin
embargo la historia no ha acabado.
B lo
sabe. Y sabe también que su historia con U no es una vulgar historia de
rencores.
Pasan
los días. Al principio B intenta, con un impulso que tiene algo de
autodestructivo, encontrar a U, a la mujer de U, y para tal fin visita, como
nunca lo había hecho, las casas de los chilenos exiliados en Barcelona que conoce,
y oye sus problemas, sus comentarios sobre la cotidianidad con una mezcla de
horror e indiferencia que disfraza detrás de una mirada de aparente interés,
pero U y su mujer nunca están, nadie los ha visto, todos, por supuesto, tienen
algo que contar, alguna opinión pertinente que emitir sobre la desgracia que
planea sobre ellos, pero lo único cierto, concluye B al cabo de tantas visitas
y monólogos, es que U y su mujer evitan la sociedad de sus iguales. Después el
impulso pierde potencia, se agota, y B regresa a sus costumbres.
Un
día, sin embargo, encuentra a la mujer de U en el mercado de la Boquería. La ve
desde lejos. Va acompañada por una chica a la que B no conoce. Están detenidas
junto a un puesto de frutas exóticas. Mientras se acerca a ellas observa que el
rostro de la mujer de U ha ganado en profundidad. Ya no es sólo una mujer
hermosa sino que ahora parece, también, una mujer interesante. Las saluda. La
respuesta de la mujer de U es distante, como si no lo reconociera. Durante un
segundo B piensa que, en efecto, no lo ha reconocido, y procede a presentarse.
Le recuerda la última vez que se vieron, el libro que ella le recomendó,
incluso habla de la malhadada fiesta en donde se conocieron. La mujer de U
asiente a todo lo que B dice, pero en sus gestos se percibe una desgana en
aumento, como si su más ferviente deseo fuera que B desapareciera. Confundido,
B sigue junto a ellas, aunque en su fuero interno sabe que lo mejor sería
despedirse inmediatamente. En el fondo B espera algo, una señal, una palabra
que certifique su equivocación. Pero la señal no llega. La mujer de U intenta
no verlo. La otra mujer, por el contrario, lo observa con detenimiento y a esa
mirada B se aferra como a un clavo ardiendo. La amiga de la mujer de U se llama
K y no es chilena sino danesa. Su español es malo pero inteligible. No hace
mucho que vive en Barcelona y apenas conoce la ciudad. B se ofrece a
mostrársela. K acepta.
Así
que esa misma noche B se encuentra con la danesa y pasean por el barrio gótico
(él sin saber muy bien por qué está haciendo lo que está haciendo, ella feliz y
un poco bebida pues han visitado ya un par de viejas tabernas) y hablan y K lo
hace fijarse con más detenimiento en las sombras que proyectan sus cuerpos
sobre los viejos muros, sobre las calles adoquinadas. Son sombras que tienen
vida propia, dice K. En un primer instante B apenas le presta atención. Pero
luego observa su sombra, o tal vez sea la sombra de la danesa, y por un segundo
tiene la impresión de que esa silueta oscura y alargada lo mira de reojo.
Siente un sobresalto. Después los tres, o los cuatro, se hunden en una
oscuridad informe.
Esa
noche duerme con K. La danesa estudia antropología con la mujer de U y aunque
no es lo que se dice una amiga íntima (de hecho, sólo son compañeras de
universidad), cuando empieza a amanecer se pone a hablar de ella, tal vez
porque es la única persona que ambos conocen. Poco es lo que B saca en limpio.
La información de K abunda en lugares comunes. Es una buena persona, siempre
dispuesta a hacer un favor, es una estudiante inteligente (¿qué quiere decir
eso?, piensa B, que no ha ido nunca a la universidad), aunque, y esto lo afirma
sin ninguna prueba, basándose únicamente en su intuición femenina, está llena
de problemas.
¿Qué
clase de problemas?, pregunta B. No lo sé, dice K, problemas de todo tipo.
Pasan
los días. B deja de buscar a U o a la mujer de U en las casas de los chilenos
exiliados en Barcelona. Cada dos o tres días se ve con K y hacen el amor, pero
ya no hablan de la mujer de U y las raras veces que K la saca a colación, B se
hace el desentendido o procura escuchar a su amiga con distancia y
displicencia, procurando, sin que le cueste demasiado, ser objetivo, como si K
hablara de antropología social o de la sirenita de Copenhague. Vuelve a su
cotidianidad que es una manera de decir que vuelve a su propia locura o a su
propio aburrimiento. Con K, por otra parte, no hace vida social, lo que lo
exime de cualquier encuentro no deseado o dictado por el azar.
Un
día, después de mucho tiempo sin ir a verlos, sus pasos lo llevan a la casa de
la pareja de chilenos que son sus amigos.
B
espera encontrarlos sólo a ellos, B espera cenar con ellos y para tal fin se
presenta con una botella de vino. Al llegar la casa está virtualmente tomada.
Allí están sus amigos, pero también hay otra chilena, una mujer mayor, de unos
cincuenta años, que se gana la vida echando las cartas del tarot, y una chica
de unos dieciséis años, pálida y desabrida, con fama entre el círculo de
exiliados de ser una lumbrera (fama que a la postre resultó infundada), hija de
un dirigente obrero asesinado por la dictadura, y el novio de esta chica, un
dirigente comunista catalán por lo menos veinte años mayor que ella, y también
está la mujer de U, con las mejillas rojas y en los ojos las señales de haber
llorado, y en la sala, sentado en un sillón, como si no supiera qué ocurre, U.
El
primer impulso de B es marcharse de inmediato con su botella de vino. Pero se
lo piensa mejor (aunque la verdad es que no halla motivos para permanecer allí)
y se queda.
La
atmósfera que se respira en la casa de sus amigos es fúnebre. El ambiente, los
movimientos que se registran, son de conciliábulo, pero no de conciliábulo
general, sino de conciliábulos en petit comité o conciliábulos fragmentados en
las diferentes habitaciones de la vivienda, como si una conversación entre
todos estuviera vedada por motivos indecibles que todos acatan. La bruja y la
dueña de la casa están encerradas en el estudio del dueño de la casa. La chica
pálida, el dueño de la casa y la mujer de U están encerrados en la cocina. El
novio de la chica pálida y la dueña de la casa están encerrados en el
dormitorio. La mujer de U y la chica pálida están encerradas en el baño. La
bruja y el dueño de casa están encerrados en el pasillo, lo que ya es mucho
decir. ¡Incluso en uno de los vaivenes el propio B se ve a sí mismo encerrado
en la habitación de invitados con la dueña de la casa y la chica pálida
mientras escucha a través del tabique la voz aguda de la bruja que habla o
salmodia una advertencia a la mujer de U, ambas encerradas en el patio
trastero!
El
único que permanece sentado en un sillón, en la sala, durante todo el rato,
como si la agitación no fuera con él o proviniera de un mundo ilusorio, es U. Y
hacia allá se dirige B después de escuchar un caudal de informaciones confusas,
cuando no contradictorias, de las cuales lo único que le ha quedado claro es
que U, esa misma mañana, ha intentado suicidarse.
En
la sala U lo saluda con un gesto que no se puede considerar amistoso pero
tampoco agresivo. B se sienta en un sillón colocado enfrente del sillón de U.
Durante un rato ambos permanecen en silencio, mirando el suelo, observando el
ir y venir de los demás, hasta que B se da cuenta de que U tiene la televisión
encendida, sin sonido, y que parece interesado en el programa.
Nada
hay en el rostro de U que delate a un suicida o un intento de suicidio, piensa
B. Al contrario, en su rostro es dable percibir una serenidad desconocida o que
al menos B desconocía. La cara de U, en su memoria, se ha quedado fija en la
cara que tenía el día de la fiesta, una cara sanguínea, atrapada entre el miedo
y el rencor, o la cara de cuando lo encontró en las Ramblas, una máscara
inexpresiva (aunque tampoco pueda decirse que ahora su cara sea excesivamente
expresiva) tras la cual se escondían los monstruos del miedo y el rencor. El
rostro de ahora le parece lavado. Como si U hubiera permanecido durante horas o
tal vez días sumergido en el lecho de un río de flujo poderoso. Sólo la
televisión sin sonido y sus ojos secos que siguen cuidadosamente los
movimientos que se suceden en la pantalla (mientras en la casa se escuchan los
murmullos de los chilenos que discuten de forma estéril sobre la posibilidad de
internarlo otra vez en Sant Boi) le proporcionan a B la certeza de que,
efectivamente, allí ocurre algo extraordinario.
Y
luego se desata (o más propiamente se desprende) un movimiento en apariencia
insignificante, un movimiento claramente de reflujo: B observa, sin moverse del
sillón en que está sentado, cómo todos los que hasta hace un momento discutían
y parlamentaban en pequeños grupos se dirigen en fila india hacia el dormitorio
de los dueños de la casa, excepto la chica pálida, la hija del dirigente
sindical asesinado, que en un gesto que no sabe si considerar de rebeldía, de
aburrimiento o de vigilancia, se instala en la sala, en una silla no muy
alejada del sillón en donde U ve la tele. La puerta del dormitorio se cierra. Se
acaban los ruidos en sordina.
Tal
vez ése hubiera sido un buen momento para marcharse, piensa B. En lugar de eso
lo que hace es abrir la botella de vino y ofrecerle un vaso a la chica pálida,
que lo acepta sin pestañear, y a U, que sólo bebe un sorbito, como para no
hacerle un desprecio a B, pero que en realidad no tiene ganas o no puede beber.
Y entonces, mientras beben o fingen que beben, la chica pálida se larga a
hablar y les cuenta la última película que ha visto, muy mala, dice, y luego
les pregunta si ellos han visto alguna que esté bien y que se la puedan
recomendar. La pregunta, en realidad, es retórica. La chica pálida, al
formularla, lo que está haciendo es sugerir una jerarquía en la cual ella reina
en uno de los lugares más altos. No carece de delicadeza. En la pregunta
asimismo está implícita la voluntad (su voluntad, pero también una voluntad
superior, ajena a todos salvo al buen azar) de considerar a B y a U parte de
esa jerarquía, lo que no deja de ser una muestra palpable de su sentido integrador,
incluso en circunstancias como aquélla.
U
abre la boca por primera vez y dice que hace mucho que no va al cine. Contra lo
que B hubiera esperado, el timbre de su voz es perfectamente normal. Bien
modulado, con un tono que transparenta una leve tristeza, un tono chileno, un
tono piramidal que no desagrada a la chica pálida ni habría desagradado a los
que están encerrados en el dormitorio si hubieran tenido la ocasión de
escucharlo. Ni siquiera desagrada a B, a quien ese tono le trae resonancias extrañas,
una película en blanco y negro y muda en la que de pronto todos se ponen a
gritar de forma incomprensible y ensordecedora mientras en el centro del
objetivo una estría roja comienza a formarse y extenderse por el resto de la
pantalla. Esta visión o esta premonición, si podemos llamarla así, pone tan
nervioso a B que, sin quererlo, abre la boca y dice que él sí que ha visto
recientemente una película y que la película es muy buena.
Y
acto seguido (aunque en el fondo lo que desea es levantarse de ese sillón y
salir de la sala y de la casa y alejarse de ese barrio) se pone a contar la
película. Se la cuenta a la chica pálida, que lo escucha con una expresión de
disgusto y de interés en el rostro (como si el disgusto y el interés fueran
indisociables), pero en realidad a quien se la está contando es a U, o eso es
lo que, en medio de sus palabras torpes y rápidas, la conciencia de B cree.
En
su memoria esta película está marcada a fuego. Aún hoy la recuerda incluso en
pequeños detalles. En esa época la acababa de ver, así que su narración debió
de ser, por lo menos, vivida. La película cuenta la historia de un monje pintor
de iconos en la Rusia medieval. A través de las palabras de B van desfilando
los señores feudales, los popes, los campesinos, las iglesias quemadas, las
envidias y la ignorancia, las fiestas y un río de noche, las dudas y el tiempo,
la certeza del arte, la sangre que es irremediable. Tres personajes aparecen como figuras centrales, si no en la película, sí en la
narración que de la película rusa hace este chileno en una casa de chilenos,
enfrente del sillón de un chileno suicida frustrado, en una suave tarde de
primavera en Barcelona: el primer personaje es el monje pintor; el segundo
personaje es un poeta satírico, en realidad una especie de beatnik, un
goliardo, un tipo pobre y más bien ignorante, un bufón, un Villon perdido en
las inmensidades de Rusia a quien el monje, sin pretenderlo, hace apresar por
los soldados; el tercer personaje es un adolescente, el hijo de un fundidor de
campanas, quien tras una epidemia afirma haber heredado los secretos paternos
en aquel difícil arte. El monje es el artista integral e íntegro. El poeta
caminante es un bufón pero en su rostro se concentra toda la fragilidad y el
dolor del mundo. El adolescente fundidor de campanas es Rimbaud, es decir, es
el huérfano.
El
final de la película, dilatado como un nacimiento, es el proceso de fundición
de la campana. El señor feudal quiere una campana nueva, pero una plaga ha
diezmado a la población y ha muerto el fundidor. Los hombres del señor feudal
van a buscarlo pero sólo encuentran una casa en ruinas y al único
sobreviviente, su hijo. El adolescente los intenta convencer de que él sabe
cómo se hace una campana. Tras algunas dubitaciones, los esbirros del señor se
lo llevan consigo no sin antes advertirle que pagará con su vida si la campana
sale defectuosa.
El
monje, que voluntariamente ha dejado de pintar y que se ha impuesto el voto de
silencio, pasa de vez en cuando por el campo en donde los trabajadores están
construyendo la campana. El adolescente a veces lo ve y se burla de él (el
adolescente se burla de todo). Le hace preguntas que el monje no contesta. Se
ríe de él. En los alrededores de la ciudad amurallada, a la par que avanza el
proceso de construcción de la campana va creciendo una especie de romería
popular a la sombra de los andamiajes de los trabajadores. Una tarde, mientras
pasa por allí en compañía de otros monjes, el monje pintor se detiene para
escuchar a un poeta, que resulta ser el beatnik al que por su culpa, hace
muchos años, encarcelaron. El poeta lo reconoce y le echa en cara su pasada
acción, y le relata, con palabras brutales y con palabras infantiles, las
penalidades que ha pasado, lo cerca que ha estado, día a día, de la muerte. El
monje, fiel a su voto de silencio, no le contesta, aunque por la forma en que
lo mira uno se da cuenta de que lo asume todo, lo que le toca y lo que no le
toca, y que le pide perdón. La gente mira al poeta y al monje y no entiende
nada, pero le ruegan al poeta que siga contándoles historias, que deje al monje
en paz y que continúe haciéndolos reír. El poeta está llorando, pero cuando se
vuelve a su auditorio recobra el buen humor.
Y
así pasan los días. A veces el señor feudal y sus nobles se acercan a la improvisada
fundición para ver los trabajos de la campana. No hablan con el adolescente
sino con un esbirro del señor feudal que sirve de intermediario. También pasa
el monje y observa, con interés creciente, los trabajos. El interés del monje
ni el propio monje lo comprende. Por otra parte, la cuadrilla de artesanos que
está a las órdenes del adolescente se preocupa por éste. Lo alimentan. Bromean
con él. Con el trato diario le han cogido afecto. Y por fin llega el gran día.
Levantan la campana. Alrededor del andamiaje de madera desde donde cuelga y
desde donde se la hará tañer por primera vez se reúne todo el mundo. El pueblo
entero ha salido al otro lado de la muralla. El señor feudal y sus nobles e
incluso un joven embajador italiano, al que los rusos le parecen unos salvajes,
esperan. También el monje, confundido entre la multitud, espera. Tocan la
campana. El repique es perfecto. Ni la campana se quiebra ni el sonido se
apaga. Todos felicitan al señor feudal, incluso el italiano. El pueblo está de
fiesta.
Cuando
todo acaba, en lo que antes era una romería y ahora es un gran espacio lleno de
escombros, sólo quedan dos personas junto a la abandonada fundición, el
adolescente y el monje. El adolescente está sentado en el suelo y llorando a
moco tendido. El monje está de pie junto a él y lo observa. El adolescente mira
al monje y le dice que su padre, ese cerdo borracho, jamás le enseñó el arte de
la construcción de campanas, que prefirió morirse llevándose el secreto
consigo, que él aprendió solo, mirándolo. Y luego sigue llorando. Entonces el
monje se agacha y rompiendo un voto de silencio que había jurado iba a ser de
por vida, le dice: ven conmigo al monasterio, yo volveré a pintar y tú harás
campanas para las iglesias, no llores más.
Y
ahí acaba la película.
Cuando
B deja de hablar, U está llorando.
La
chica pálida está sentada en la silla y mira algo por la ventana, tal vez sólo
la noche. Debe de ser una buena película, dice, y sigue mirando algo que B no
ve. Entonces U se bebe de un solo trago su vaso de vino y le sonríe a la chica
pálida y luego a B y esconde la cabeza entre las manos. La chica pálida se
levanta en silencio y cuando vuelve viene acompañada por la mujer de U y por la
dueña de la casa. La mujer de U se arrodilla junto a U y le acaricia el pelo.
El dueño de la casa y la bruja se asoman por el pasillo, sin decir nada, hasta
que la bruja ve la botella de vino olvidada sobre la mesa y se sirve una copa.
Ese
gesto es como un pistoletazo de salida. Todos proceden a llenarse una copita de
vino. La bruja hace un brindis. El dueño de la casa hace un brindis. La chica
pálida hace un brindis. Cuando B quiere llenar otra vez su vaso ya no queda más
vino. Adiós, les dice a los dueños de la casa. Y se va.
Sólo
cuando llega al portal (al portal que está oscuro y a la calle que lo aguarda)
se da cuenta de que no le contó a U la película, sino a sí mismo.
Aquí
debería acabar este relato, pero la vida es un poco más dura que la literatura.
B ya
no vuelve a ver a U ni a la mujer de U. De hecho, B ya no necesita a U ni al
fantasma radiante que su imagen derruida le sugería. Un día, sin embargo, se
entera de que U ha ido a París a visitar a un antiguo compañero de partido. El
viaje no lo ha realizado solo. U parte acompañado por otro chileno. Viajan en
tren. Poco antes de llegar a París U se levanta sin decir nada y ya no vuelve a
su compartimento. El compañero se despierta cuando el tren se pone en marcha.
Busca a U y no lo encuentra. Tras hablar con el revisor concluye que U se ha
bajado en la estación que acaban de dejar atrás. A esa misma hora, de
madrugada, el teléfono suena en casa de U. Cuando su mujer por fin se despierta
y se levanta y va hasta la sala, el teléfono deja de sonar. Poco después suena
el teléfono en casa de un amigo, quien sí levanta el auricular a tiempo y puede
hablar con U. Éste le dice que está en un pueblo francés que no conoce, que iba
a París pero que de improviso, inexplicablemente, se le fueron las ganas, y que
ahora se dispone a volver a Barcelona. El amigo le pregunta si tiene dinero. U
contesta afirmativamente. Según este amigo, U parece tranquilo, incluso
aliviado de haber tomado esta decisión. Así que el tren en el que iba U sigue
su viaje a París, hacia el norte, y U comienza a caminar por el pueblo, hacia
el sur, como si de pronto se hubiera quedado dormido y quisiera volver a
Barcelona caminando.
No
vuelve a telefonear.
Junto
al pueblo hay un bosque. En algún momento de la noche U abandona el camino y se
interna en el bosque. Al día siguiente un campesino lo encuentra colgando de un
árbol, ahorcado con su propio cinturón, una empresa no tan fácil como a simple
vista puede parecer. El pasaporte, los demás papeles de U, el carnet de
conducir, la cartilla de la Seguridad Social, los gendarmes los localizan
esparcidos lejos del cadáver, como si U los hubiera arrojado mientras caminaba
por el bosque o como si los hubiera intentado esconder.
El Policía
de las Ratas
Por Roberto
Bolaño
Para Roberto Amutio y Chris Andrews
Me llamo José,
aunque la gente que me conoce me llama Pepe, y algunos, generalmente los que no
me conocen bien o no tienen un trato familiar conmigo, me llaman Pepe el Tira.
Pepe es un diminutivo cariñoso, afable, cordial, que no me disminuye ni me
agiganta, un apelativo que denota, incluso, cierto respeto afectuoso, si se me
permite la expresión, no un respeto distante. Luego viene el otro nombre, el
alias, la cola o joroba que arrastro con buen ánimo, sin ofenderme, en cierta
medida porque nunca o casi nunca lo utilizan en mi presencia. Pepe el Tira, que
es como mezclar arbitrariamente el cariño y el miedo, el deseo y la ofensa en
el mismo saco oscuro. ¿De dónde viene la palabra Tira? Viene de tirana, tirano,
el que hace cualquier cosa sin tener que responder de sus actos ante nadie, el
que goza, en una palabra, de impunidad. ¿Qué es un tira? Un tira es, para mi
pueblo, un policía. Y a mí me llaman Pepe el Tira porque soy, precisamente,
policía, un oficio como cualquier otro pero que pocos están dispuestos a
ejercer. Si cuando entré en la policía hubiera sabido lo que hoy sé, yo tampoco
estaría dispuesto a ejercerlo. ¿Qué fue lo que me impulsó a hacerme policía?
Muchas veces, sobre todo últimamente, me lo he preguntado, y no hallo una
respuesta convincente.
Probablemente
fui un joven más estúpido que los demás. Tal vez un desengaño amoroso (pero no
consigo recordar haber estado enamorado en aquel tiempo) o tal vez la
fatalidad, el saberme distinto de los demás y por lo tanto buscar un oficio
solitario, un oficio que me permitiera pasar muchas horas en la soledad más
absoluta y que, al mismo tiempo, tuviera cierto sentido práctico y no
constituyera una carga para mi pueblo.
Lo cierto es que
se necesitaba un policía y yo me presenté y los jefes, tras mirarme, no
tardaron ni medio minuto en darme el trabajo. Alguno de ellos, tal vez todos,
aunque se cuidaban de andar comentándolo, sabían de antemano que yo era uno de
los sobrinos de Josefina la Cantora. Mis hermanos y primos, el resto de los
sobrinos, no sobresalían en nada y eran felices. Yo también, a mi manera, era
feliz, pero en mí se notaba el parentesco de sangre con Josefina, no en balde
llevo su nombre. Tal vez eso influyó en la decisión de los jefes de darme el
trabajo. Tal vez no y yo fui el único que se presentó el primer día. Tal vez
ellos esperaban que no se presentara nadie más y temieron que, si me daban
largas, fuera a cambiar de parecer. La verdad es que no sé qué pensar. Lo único
cierto es que me hice policía y a partir del primer día me dediqué a vagar por
las alcantarillas, a veces por las principales, por aquellas donde corre el
agua, otras veces por las secundarias, donde están los túneles que mi pueblo
cava sin cesar, túneles que sirven para acceder a otras fuentes alimenticias o
que sirven únicamente para escapar o para comunicar laberintos que, vistos
superficialmente, carecen de sentido, pero que sin duda tienen un sentido,
forman parte del entramado en el que mi pueblo se mueve y sobrevive.
A veces, en
parte porque era mi trabajo y en parte porque me aburría, dejaba las
alcantarillas principales y secundarias y me internaba en las alcantarillas
muertas, una zona en la que sólo se movían nuestros exploradores o nuestros
hombres de empresa, la mayor parte de las veces solos aunque en ocasiones lo
hacían acompañados por sus familias, por sus obedientes retoños. Allí, por
regla general, no había nada, sólo ruidos atemorizadores, pero a veces,
mientras recorría con cautela esos sitios inhóspitos, solía encontrar el
cadáver de un explorador o el cadáver de un empresario o los cadáveres de sus
hijitos. Al principio, cuando aún no tenía experiencia, estos hallazgos me
sobresaltaban, me alteraban hasta un punto en el que yo dejaba de parecerme a
mí mismo. Lo que hacía entonces era recoger a la víctima, sacarla de los
túneles muertos y llevarla hasta el puesto avanzado de la policía en donde
nunca había nadie. Allí procedía a determinar por mis propios medios y tan
buenamente como podía la causa de la muerte. Luego iba a buscar al forense y
éste, si estaba de humor, se vestía o se cambiaba de ropa, cogía su maletín y
me acompañaba hasta el puesto. Ya allí, lo dejaba solo con el cadáver o los
cadáveres y volvía a salir. Por norma, después de encontrar un cadáver, los
policías de mi pueblo no vuelven al lugar del crimen sino que procuran,
vanamente, mezclarse con nuestros semejantes, participar en los trabajos, tomar
parte en las conversaciones, pero yo era distinto, a mí no me disgustaba volver
a inspeccionar el lugar del crimen, buscar detalles que me hubieran pasado
desapercibidos, reproducir los pasos que seguían las pobres víctimas o husmear
y profundizar, con mucho cuidado, eso sí, en la dirección de la que huían.
Al cabo de unas
horas volvía al puesto avanzado y me encontraba, pegada en la pared, la nota
del forense. Las causas del deceso: degollamiento, muerte por desangramiento,
desgarros en las patas, cuellos rotos, mis congéneres nunca se entregaban sin
luchar, sin debatirse hasta el último aliento. El asesino solía ser algún
carnívoro perdido en las alcantarillas, una serpiente, a veces hasta un caimán
ciego. Perseguirlos era inútil: probablemente iban a morir de inanición al cabo
de poco tiempo.
Cuando me tomaba
un descanso buscaba la compañía de otros policías. Conocí a uno, muy viejo y
enflaquecido por la edad y por el trabajo, que a su vez había conocido a mi tía
y que le gustaba hablar de ella. Nadie entendía a Josefina, decía, pero todos
la querían o fingían quererla y ella era feliz así o fingía serlo. Esas
palabras, como muchas otras que pronunciaba el viejo policía, me sonaban a
chino. Nunca he entendido la música, un arte que nosotros no practicamos o que
practicamos muy de vez en cuando. En realidad, no practicamos y por lo tanto no
entendemos casi ningún arte. A veces surge una rata que pinta, pongamos por
caso, o una rata que escribe poemas y le da por recitarlos. Por regla general
no nos burlamos de ellos. Más bien al contrario, los compadecemos, pues sabemos
que sus vidas están abocadas a la soledad. ¿Por qué a la soledad? Pues porque
en nuestro pueblo el arte y la contemplación de la obra de arte es un ejercicio
que no podemos practicar, por lo que las excepciones, los diferentes, escasean,
y si, por ejemplo, surge un poeta o un vulgar declamador, lo más probable es
que el próximo poeta o declamador no nazca hasta la generación siguiente, por
lo que el poeta se ve privado acaso del único que podría apreciar su esfuerzo.
Esto no quiere decir que nuestra gente no se detenga en su ajetreo cotidiano y
lo escuche e incluso lo aplauda o eleve una moción para que al declamador se le
permita vivir sin trabajar. Al contrario, hacemos todo lo que está en nuestras
manos, que no es mucho, para procurarle al diferente un simulacro de
comprensión y de afecto, pues sabemos que es, básicamente, un ser necesitado de
afecto. Aunque a la larga, como un castillo de naipes, todos los simulacros se
derrumban. Vivimos en colectividad y la colectividad sólo necesita el trabajo
diario, la ocupación constante de cada uno de sus miembros en un fin que escapa
a los afanes individuales y que, sin embargo, es lo único que garantiza nuestro
existir en tanto que individuos. De todos los artistas que hemos tenido o al
menos de aquellos que aún permanecen como esqueléticos signos de interrogación
en nuestra memoria, la más grande, sin duda, fue mi tía Josefina. Grande en la
medida en que lo que nos exigía era mucho, grande, inconmensurable en la medida
en que la gente de mi pueblo accedió o fingió que accedía a sus caprichos.
El policía viejo
gustaba hablar de ella, pero sus recuerdos, no tardé en darme cuenta, eran
ligeros como papel de fumar. A veces decía que Josefina era gorda y tiránica,
una persona cuyo trato requería extrema paciencia o extremo sentido del
sacrificio, dos virtudes que confluyen en más de un punto y que no escasean
entre nosotros. Otras veces, en cambio, decía que Josefina era una sombra a la
que él, entonces un adolescente recién ingresado en la policía, sólo había
visto fugazmente. Una sombra temblorosa, seguida de unos chillidos extraños que
constituían, por aquella época, todo su repertorio y que conseguían poner no
diré fuera de sí, pero sí en un grado de tristeza extrema a ciertos
espectadores de primera fila, ratas y ratones de quienes ya no tenemos memoria
y que fueron acaso los únicos que entrevieron algo en el arte musical de mi
tía. ¿Qué? Probablemente ni ellos lo sabían. Algo, cualquier cosa, un lago de
vacío. Algo que tal vez se parecía al deseo de comer o a la necesidad de follar
o a las ganas de dormir que a veces nos acometen, pues quien no para de
trabajar necesita dormir de vez en cuando, sobre todo en invierno, cuando las
temperaturas caen como dicen que caen las hojas de los árboles en el mundo
exterior y nuestros cuerpos ateridos nos piden un rincón tibio junto a nuestros
congéneres, un agujero recalentado por nuestras pieles, unos movimientos
familiares, los ruidos ni viles ni nobles de nuestra cotidianidad nocturna o de
aquello que el sentido práctico nos lleva a denominar nocturno.
El sueño y el
calor es uno de los principales inconvenientes de ser policía. Los policías
solemos dormir solos, en agujeros improvisados, a veces en territorio no
conocido. Por supuesto, cada vez que podemos procuramos saltarnos esta
costumbre. A veces nos acurrucamos en nuestros propios agujeros, policías sobre
policías, todos en silencio, todos con los ojos cerrados y con las orejas y las
narices alerta. No suele ocurrir muy a menudo, pero a veces ocurre. En otras
ocasiones nos metemos en los dormitorios de aquellos que por una causa o por
otra viven en los bordes del perímetro. Ellos, como no podía ser de otra manera,
nos aceptan con naturalidad. A veces decimos buenas noches, antes de caer
agotados en el tibio sueño reparador. Otras veces sólo gruñimos nuestro nombre,
pues la gente sabe quiénes somos y nada teme de nuestra parte. Nos reciben
bien. No hacen aspavientos ni dan muestras de alegría, pero no nos echan de sus
madrigueras. A veces alguien, con la voz aún congelada en el sueño, dice Pepe
el Tira, y yo respondo sí, sí, buenas noches. Al cabo de pocas horas, sin
embargo, cuando aún la gente duerme, me levanto y vuelvo a mi trabajo, pues las
labores de un policía no terminan jamás y nuestros horarios de sueño se deben
amoldar a nuestra actividad incesante. Recorrer las alcantarillas, por lo
demás, es un trabajo que requiere el máximo de concentración. Generalmente no
vemos a nadie, no nos cruzamos con nadie, podemos seguir las rutas principales
y las rutas secundarias e internarnos por los túneles que nuestra propia gente
ha construido y que ahora están abandonados y durante todo el trayecto no
topamos con ningún ser vivo.
Sombras sí que
percibimos, ruidos, objetos que caen al agua, chillidos lejanos. Al principio,
cuando uno es joven, estos ruidos mantienen al policía en un sobresalto
permanente. Con el paso del tiempo, sin embargo, uno se acostumbra a ellos y
aunque procuramos mantenernos alerta, perdemos el miedo o lo incorporamos a la
rutina de cada día, que viene a ser lo mismo que perderlo. Hay incluso policías
que duermen en las alcantarillas muertas. Yo nunca he conocido a ninguno, pero
los viejos suelen contar historias en la que un policía, un policía de otros
tiempos, ciertamente, si tenía sueño, se echaba a dormir en una alcantarilla
muerta. ¿Cuánto hay de verdad y cuánto de broma en estas historias? Lo ignoro.
Hoy por hoy ningún policía se atreve a dormir allí. Las alcantarillas muertas
son lugares que por una causa o por otra han sido olvidados. Los que cavan
túneles, cuando dan con una alcantarilla muerta, ciegan el túnel. El agua
residual, allí, diríase que fluye gota a gota, por lo que la podredumbre es
casi insoportable. Se puede afirmar que nuestro pueblo sólo utiliza las
alcantarillas muertas para huir de una zona a otra. La manera más rápida de
acceder a ellas es nadando, pero nadar en las proximidades de un lugar así
entraña más peligros de los que normalmente aceptamos.
Fue en una
alcantarilla muerta donde dio comienzo mi investigación Un grupo de los
nuestros, una avanzadilla que con el paso del tiempo había procreado y se había
establecido un poco más allá del perímetro, fue en mi busca y me informó de que
la hija de una de las ratas veteranas había desaparecido. Mientras la mitad del
grupo trabajaba, la otra mitad se dedicaba a buscar a esta joven, que se
llamaba Elisa y que, según sus familiares y amigos, era hermosísima y fuerte,
además de poseer una inteligencia despierta Yo no sabía con exactitud en qué
consistía una inteligencia despierta Vagamente la asociaba con la alegría, pero
no con la curiosidad Aquel día estaba cansado y tras examinar la zona en
compañía de uno de sus parientes, supuse que la pobre Elisa había sido víctima
de algún depredador que merodeaba en los alrededores de la nueva colonia.
Busqué rastros del depredador. Lo único que encontré fueron viejas huellas que
indicaban que por allí, antes de que llegara nuestra avanzadilla, habían pasado
otros seres.
Finalmente
descubrí un rastro de sangre fresca. Le dije al familiar de Elisa que volviera
a la madriguera y a partir de entonces seguí solo. El rastro de sangre tenía
una peculiaridad que lo hacía curioso: pese a terminar junto a uno de los canales
reaparecía unos metros más allá (en ocasiones muchos metros más allá), pero no
en el otro lado del canal, como hubiera sido lo natural, sino en el mismo lado
por el que se había sumergido. ¿Si no pretendía cruzar el canal, por qué se
sumergió tantas veces? El rastro, por otra parte, era mínimo, por lo que las
medidas de protección del depredador, quienquiera que éste fuese, parecían en
primera instancia exageradas. Al cabo de poco rato llegué a una alcantarilla
muerta.
Me introduje en
el agua y nadé hacia el dique que la basura y la corrupción había formado con
el paso del tiempo. Cuando llegué subí por una playa de inmundicias. Más allá,
por encima del nivel del agua, vi los grandes barrotes que coronaban la parte
superior de la entrada a la alcantarilla. Por un instante temí encontrar al
depredador agazapado en algún rincón, dándose un festín con el cuerpo de la
desgraciada Elisa. Pero nada se oía y seguí avanzando.
Unos minutos más
tarde, descubrí el cuerpo de la joven abandonado en uno de los pocos lugares
relativamente secos de la alcantarilla, junto a cartones y latas de comida.
El cuello de
Elisa estaba desgarrado. Por lo demás, no pude distinguir ninguna otra herida.
En una de las latas descubrí los restos de una rata bebé. Lo examiné, debía de
llevar muerto por lo menos un mes. Busqué en los alrededores y no encontré ni
el más mínimo rastro del depredador. El esqueleto del bebé estaba completo. La
única herida que exhibía la desafortunada Elisa era la que le habían propinado
para matarla. Comencé a pensar que tal vez no hubiera sido un depredador. Luego
cargué a la joven a mis espaldas y con la boca mantuve al bebé en alto,
procurando que mis afilados dientes no dañaran su piel. Dejé atrás la
alcantarilla muerta y volví a la madriguera de la avanzadilla. La madre de
Elisa era grande y fuerte, uno de esos ejemplares de nuestro pueblo que pueden
enfrentarse a un gato, y sin embargo al ver el cuerpo de su hija prorrumpió en
largos sollozos que hicieron ruborizar al resto de sus compañeros. Mostré el
cuerpo del bebé y les pregunté si sabían algo de él. Nadie sabía nada, ningún
niño se había perdido. Dije que debía llevar ambos cuerpos a la comisaría. Pedí
ayuda. La madre de Elisa cargó a su hija. Al bebé lo cargué yo. Al marcharnos
la avanzadilla volvió al trabajo, hacer túneles, buscar comida.
Esta vez fui a
buscar al forense y no lo dejé solo hasta que terminó de examinar los dos
cadáveres. Junto a nosotros, dormida, la madre de Elisa se embarcaba de tanto
en tanto en sueños que le arrancaban palabras incomprensibles e inconexas. Al
cabo de tres horas el forense ya tenía decidido lo que iba a decirme, lo que yo
temía sospechar. El bebé había muerto de hambre. Elisa había muerto por la
herida en el cuello. Le pregunté si esa herida se la pudo haber causado una
serpiente. No lo creo, dijo el forense, a menos que se trate de un ejemplar
nuevo. Le pregunté si esa herida se la pudo causar un caimán ciego. Imposible,
dijo el forense. Tal vez una comadreja, dijo. Últimamente en las alcantarillas
se suelen encontrar comadrejas. Muertas de miedo, dije yo. Es verdad, dijo el
forense. La mayoría muere por inanición. Se pierden, se ahogan, se las comen
los caimanes. Olvidémonos de las comadrejas, dijo el forense. Le pregunté
entonces si Elisa había luchado contra su asesino. El forense se quedó largo
rato mirando el cadáver de la joven. No, dijo. Es lo que yo pensaba, dije.
Mientras hablábamos llegó otro policía. Su ronda, al contrario que la mía,
había sido plácida. Despertamos a la madre de Elisa. El forense se despidió de
nosotros. ¿Todo ha terminado?, dijo la madre. Todo ha terminado, dije yo. La
madre nos dio las gracias y se fue. Yo le pedí a mi compañero que me ayudara a
deshacerme del cadáver de Elisa.
Entre los dos lo
llevamos a un canal donde la corriente era rápida y lo arrojamos allí. ¿Por qué
no tiras el cuerpo del bebé?, dijo mi compañero. No lo sé, dije, quiero
estudiarlo, tal vez algo se nos ha pasado por alto. Luego él volvió a su zona y
yo volví a la mía. A cada rata que me cruzaba le hacía la misma pregunta:
¿Sabes si alguien perdió a su bebé? Las respuestas eran variadas, pero por
regla general nuestro pueblo cuida de sus pequeños y lo que la gente decía, en
el fondo, lo decía de oídas. Mi ronda me llevó otra vez al perímetro, todos
estaban trabajando en un túnel, incluida la madre de Elisa, cuyo cuerpo grueso
y seboso apenas cabía por la hendidura, pero cuyos dientes y garras eran,
todavía, las mejores para excavar.
Decidí entonces
regresar a la alcantarilla muerta y tratar de ver qué era lo que se me había
pasado por alto. Busqué huellas y no encontré nada. Señales de violencia.
Signos de vida. El bebé, resultaba evidente, no había llegado por sus propios
pies a la alcantarilla. Busqué restos de comida, marcas de mierda seca, una
madriguera, todo inútil.
De pronto
escuché un débil chapaleo. Me escondí. Al cabo de poco vi aparecer en la
superficie del agua una serpiente blanca. Era gorda y debía de medir un metro.
La vi sumergirse un par de veces y reaparecer. Luego, con mucha prudencia,
salió del agua y reptó por la orilla produciendo un siseo semejante al de una
cañería de gas. Para nuestro pueblo, ella era gas. Se acercó a donde yo me
ocultaba. Desde su posición era imposible un ataque directo, algo que en
principio me favorecía, lo que me daba tiempo para escapar (pero una vez en el
agua yo sería presa fácil) o para clavar mis dientes en su cuello. Sólo cuando
la serpiente se alejó sin haber dado muestras de haberme visto, comprendí que
era una serpiente ciega, una descendiente de aquellas serpientes que los seres
humanos, cuando se cansan de ellas, arrojan en sus wáteres. Por un instante la
compadecí. En realidad lo que hacía era celebrar mi buena suerte de forma
indirecta. Imaginé a sus padres o a sus tatarabuelos descendiendo por el
infinito entramado de cañerías de desagüe, los imaginé atontados en la
oscuridad de las alcantarillas, sin saber qué hacer, dispuestos a morir o a
sufrir, y también imaginé a unos cuantos que sobrevivieron, los imaginé
adaptándose a una dieta infernal, los imaginé ejerciendo su poder, los imaginé
durmiendo y muriendo en los inacabables días de invierno.
El miedo, por lo
visto, despierta la imaginación. Cuando la serpiente se marchó volví a recorrer
de arriba abajo la alcantarilla muerta. No encontré nada que se saliera de lo
normal.
Al día siguiente
volví a hablar con el forense. Le pedí que le echara otra mirada al cadáver del
bebé. Al principio me miró como si me hubiera vuelto loco. ¿No te has deshecho
de él?, me preguntó. No, dije, quiero que lo revises una vez más. Finalmente me
prometió que lo haría, siempre y cuando aquel día no tuviera demasiado trabajo.
Durante mi ronda, y a la espera del informe final del forense, me dediqué a
buscar una familia que hubiera perdido a su bebé en el lapso de un mes.
Lamentablemente las ocupaciones de nuestro pueblo, sobre todo de aquellos que
viven en los límites del perímetro, los obligan a moverse constantemente, y se
podía dar el caso de que la madre de aquel bebé muerto ahora estuviera afanada
construyendo túneles o buscando comida a varios kilómetros de allí. Como era
predecible, de mis pesquisas no pude extraer ninguna pista favorable.
Cuando volví a
la comisaría encontré una nota del forense y una de mi inmediato superior. Este
me preguntaba por qué no me había deshecho aún del cadáver del bebé. La del
forense reafirmaba su primera conclusión: el cadáver no presentaba heridas, la
muerte había sido debida al hambre y posiblemente también al frío. Los
cachorros resisten mal ciertas inclemencias ambientales. Durante mucho rato
estuve meditando. El bebé, como todos los bebés en una situación semejante,
había chillado hasta desgañitarse. ¿Cómo fue posible que no atrajeran sus
gritos a un depredador? El asesino lo había secuestrado y luego se había
internado con él por pasillos poco frecuentados, hasta llegar a la alcantarilla
muerta. Ya allí, había dejado al bebé tranquilo y había esperado que muriera,
por llamarle de algún modo, de muerte natural. ¿Era factible que la misma
persona que secuestró al bebé hubiera, posteriormente, asesinado a Elisa? Sí,
era lo más factible.
Entonces se me
ocurrió una pregunta que no le había hecho al forense, así que me levanté y fui
a buscarlo. Por el camino me crucé con multitud de ratas confiadas, juguetonas,
reconcentradas en sus propios problemas, que avanzaban rápidamente en una u
otra dirección. Algunas me saludaron afablemente. Alguien dijo: Mira, ahí va
Pepe el Tira. Yo sólo sentía el sudor que había comenzado a empaparme todo el
pelaje, como si acabara de salir de las aguas estancadas de una alcantarilla
muerta.
Encontré al
forense durmiendo con cinco o seis ratas más, todos, a juzgar por su cansancio,
médicos o estudiantes de medicina. Cuando conseguí despertarlo me miró como si
no me reconociera. ¿Cuántos días tardó en morir?, le pregunté. ¿José?, dijo el
forense. ¿Qué quieres? ¿Cuántos días tarda un bebé en morir de hambre? Salimos
de la madriguera. En mala hora me hice patólogo, dijo el forense. Luego se puso
a pensar. Depende de la constitución física del bebé. A veces con dos días es
más que suficiente, pero un bebé grueso y bien alimentado puede pasarse cinco
días o más. ¿Y sin beber?, dije. Un poco menos, dijo el forense. Y añadió: No
sé a dónde quieres llegar. ¿Murió de hambre o de sed?, dije yo. De hambre.
¿Estás seguro?, dije yo. Todo lo seguro que se puede estar en un caso como
éste, dijo el forense.
Cuando volví a
la comisaría me puse a pensar: el bebé había sido secuestrado hacía un mes y
probablemente tardó tres o cuatro días en morir. Durante esos días debió de chillar
sin parar. No obstante, ningún depredador se había sentido atraído por los
ruidos. Regresé una vez más a la alcantarilla muerta. Esta vez sabía lo que
estaba buscando y no tardé mucho en encontrarlo: una mordaza. Durante todo el
tiempo que duró su agonía el bebé había estado amordazado. Pero en realidad no
durante todo el tiempo. De vez en cuando el asesino le quitaba la mordaza y le
daba agua o bien, sin quitarle la mordaza, untaba el trapo con agua. Cogí lo
que quedaba de la mordaza y salí de la alcantarilla muerta.
En la comisaría
me esperaba el forense. ¿Qué has encontrado ahora, Pepe?, dijo al verme. La
mordaza, dije mientras le alcanzaba el trapo sucio. Durante unos segundos, sin
tocarla, el forense la examinó. ¿El cadáver del bebé sigue aquí?, me preguntó.
Asentí. Deshazte de él, dijo, la gente empieza a comentar tu conducta.
¿Comentar o cuestionar?, dije. Es lo mismo, dijo el forense antes de
despedirse. Me descubrí sin ánimos de trabajar, pero me rehíce y salí. La
ronda, aparte de los accidentes usuales que suelen perseguir con fidelidad y
saña cualquier movimiento de nuestro pueblo, no se distinguió de otras rondas
marcadas por la rutina. Al volver a la comisaría, después de horas de trabajo
extenuante, me deshice del cadáver del bebé. Durante días no sucedió nada
relevante. Hubo víctimas de los depredadores, accidentes, viejos túneles que se
derrumbaban, un veneno que mató a unos cuantos de los nuestros hasta que
hallamos la manera de neutralizarlo. Nuestra historia es la multiplicidad de formas
con que eludimos las trampas infinitas que se alzan a nuestro paso. Rutina y
tesón. Recuperación de cadáveres y registro de incidentes. Días idénticos y
tranquilos. Hasta que encontré el cuerpo de dos jóvenes ratas, una hembra y el
otro macho.
La información
la obtuve mientras recorría los túneles. Sus padres no estaban preocupados,
probablemente, pensaban, habían decidido vivir juntos y cambiar de madriguera.
Pero cuando ya me iba, sin darle demasiada importancia a la doble desaparición,
un amigo de ambos me dijo que ni el joven Eustaquio ni la joven Marisa habían
manifestado jamás una intención semejante. Eran amigos, simplemente, buenos
amigos, sobre todo si se tenía en cuenta la peculiaridad de Eustaquio. Pregunté
qué clase de peculiaridad era ésa. Componía y declamaba versos, dijo el amigo,
lo que lo hacía manifiestamente inhábil para el trabajo. ¿Y Marisa qué?, dije.
Ella no, dijo el amigo. No qué, dije yo. No tenía ninguna peculiaridad de ese
tipo. A otro policía cualquiera esta información le habría parecido carente de
interés. A mí me despertó el instinto. Pregunté si en los alrededores de la
madriguera había una alcantarilla muerta. Me dijeron que la más próxima estaba
a unos dos kilómetros de allí, en un nivel inferior. Encaminé mis pasos en esa
dirección. En el trayecto me encontré a un viejo seguido de un grupo de
cachorros. El viejo les hablaba sobre los peligros de las comadrejas. Nos
saludamos. El viejo era un maestro y estaba de excursión. Los cachorros aún no
eran aptos para el trabajo, pero pronto lo serían. Les pregunté si habían visto
algo raro durante el paseo. Todo es raro, me gritó el viejo mientras nos
alejábamos en distintas direcciones, lo raro es lo normal, la fiebre es la
salud, el veneno es la comida. Luego se puso a reír afablemente y su risa me
siguió incluso cuando me metí por otro conducto.
Al cabo de un
rato llegué a la alcantarilla muerta. Todas las alcantarillas de aguas estancas
se parecen, pero yo sé distinguir con poco margen de error si alguna vez he
estado allí o si, por el contrario, es la primera vez que me introduzco en una
de ellas. Aquélla no la conocía. Durante un rato la examiné, por si encontraba
el modo de entrar sin necesidad de mojarme. Luego me eché al agua y me deslicé
hacia la alcantarilla. Mientras nadaba creí ver unas ondas que surgían de una
isla de desperdicios. Temí, como era lógico, la aparición de una serpiente, y
me aproximé a toda velocidad a la isla. El suelo era blando y al caminar uno se
enterraba en un limo blancuzco hasta las rodillas. El olor era el de todas las
alcantarillas muertas: no a descomposición sino a la esencia, al núcleo de la
descomposición. Poco a poco me fui desplazando de isla en isla. A veces tenía
la impresión de que algo me jalaba los pies, pero sólo era basura. En la última
isla descubrí los cadáveres. El joven Eustaquio exhibía una única herida que le
había desgarrado el cuello. La joven Marisa, por el contrario, se notaba que
había luchado. Su piel estaba llena de dentelladas. En los dientes y en las
garras descubrí sangre, por lo que era fácilmente deducible que el asesino
estaba herido. Como pude, saqué los cadáveres, primero uno y luego el otro,
fuera de la alcantarilla muerta. Y así intenté llevarlos hasta el primer núcleo
de población: primero cargaba a uno y lo dejaba cincuenta metros más allá y
luego regresaba, cargaba al otro y lo depositaba junto al primero. En uno de
esos relevos, cuando regresaba a buscar el cuerpo de la joven Marisa, vi a una
serpiente blanca que había salido del canal y se aproximaba a ella. Me quedé
quieto. La serpiente dio un par de vueltas alrededor del cadáver y luego lo
trituró. Cuando procedió a engullirlo me di media vuelta y eché a correr hasta
donde había dejado el cadáver de Eustaquio. De buena gana me hubiera puesto a
gritar. Sin embargo ni un solo gemido salió de mi boca.
A partir de ese
día mis rondas se hicieron exhaustivas. Ya no me conformaba con la rutina del
policía que vigilaba el perímetro y resolvía asuntos que cualquiera, con un
poco de sentido común, podía resolver. Cada día visitaba las madrigueras más
alejadas. Hablaba con la gente de las cosas más intrascendentes. Conocí una
colonia de ratas-topo que vivían entre nosotros ejerciendo los oficios más
humildes. Conocí a un viejo ratón blanco, un ratón blanco que ya ni siquiera
recordaba su edad y que en su juventud había sido inoculado con una enfermedad
contagiosa, él y muchos como él, ratones blancos prisioneros, que luego fueron
introducidos en el alcantarillado con la esperanza de matarnos a todos. Muchos
murieron, decía el ratón blanco, que apenas podía moverse, pero las ratas
negras y los ratones blancos nos cruzamos, follamos como locos (como sólo se
folla cuando la muerte anda cerca) y finalmente no sólo se inmunizaron las
ratas negras sino que surgió una nueva especie, las ratas marrones, resistentes
a cualquier contagio, a cualquier virus extraño.
Me gustaba ese
viejo ratón blanco que había nacido, según él, en un laboratorio de la
superficie. Allí la luz es cegadora, decía, tanto que los moradores del
exterior ni siquiera la aprecian. ¿Tú conoces las bocas de las alcantarillas,
Pepe? Sí, alguna vez he estado allí, le respondía. ¿Has visto, entonces, el río
al que dan todas las alcantarillas, has visto los juncos, la arena casi blanca?
Sí, siempre de noche, le respondía. ¿Entonces has visto la luna rielando sobre
el río? No me fijé mucho en la luna. ¿Qué fue lo que te llamó la atención,
entonces, Pepe? Los ladridos de los perros. Las jaurías que viven en las
orillas del río. Y también la luna, reconocí, aunque no pude disfrutar mucho de
su visión. La luna es exquisita, decía el ratón blanco, si alguna vez alguien
me preguntara dónde me gustaría vivir, contestaría sin dudar que en la luna.
Como un
habitante de la luna yo recorría las alcantarillas y conductos subterráneos. Al
cabo de un tiempo encontré a otra víctima. Como las anteriores, el asesino
había depositado su cuerpo en una alcantarilla muerta. La cargué y me la llevé
a la comisaría. Esa noche volví a hablar con el forense. Le hice notar que el
desgarro en el cuello era similar al de las otras víctimas. Puede ser una
casualidad, dijo. Tampoco se las come, dije. El forense examinó el cadáver.
Examina la herida, dije, dime qué clase de dentadura produce ese desgarrón.
Cualquiera, cualquiera, dijo el forense. No, cualquiera no, dije yo, examínala
con cuidado. ¿Qué quieres que te diga?, me preguntó el forense. La verdad, dije
yo. ¿Y cuál es, según tú, la verdad? Yo creo que estas heridas las produjo una
rata, dije yo. Pero las ratas no matan a las ratas, dijo el forense mirando
otra vez el cadáver. Esta sí, dije yo. Luego me fui a trabajar y cuando volví a
la comisaría encontré al forense y al comisario jefe que me esperaban. El
comisario no se anduvo por las ramas. Me preguntó de dónde había sacado la
peregrina idea de que había sido una rata la autora de los crímenes. Quiso
saber si había comentado mis sospechas con alguien más. Me advirtió que no lo
hiciera. Deje de fantasear, Pepe, dijo, y dedíquese a cumplir con su trabajo.
Ya bastante complicada es la vida real para encima añadir elementos irreales
que sólo pueden terminar dislocándola. Yo estaba muerto de sueño y pregunté qué
quería decir con la palabra dislocar. Quiero decir, dijo el comisario mirando
al forense como si buscara su aprobación, y dándole a sus palabras una
entonación profunda y dulce, que la vida, sobre todo si es breve, como
desgraciadamente es nuestra vida, debe tender hacia el orden, no hacia el
desorden, y menos aún hacia un desorden imaginario. El forense me miró con
gravedad y asintió. Yo también asentí.
Pero seguí
alerta. Durante unos días el asesino pareció esfumarse. Cada vez que me
desplazaba al perímetro y encontraba colonias desconocidas solía preguntar por
la primera víctima, el bebé que había muerto de hambre. Finalmente una vieja
rata exploradora me habló de una madre que había perdido a su bebé. Pensaron
que había caído al canal o que se lo había llevado un depredador, dijo. Por lo
demás, se trataba de un grupo en el que los adultos eran pocos y las crías
numerosas y no buscaron mucho al bebé. Poco después se fueron a la parte norte
de las alcantarillas, cerca de un gran pozo, y la rata exploradora los perdió
de vista. Me dediqué, en los ratos libres, a buscar a este grupo. Por supuesto,
ahora las crías estarían crecidas y la colonia sería más grande y puede que la
desaparición del bebé hubiera caído en el olvido. Pero si tenía suerte y
hallaba a la madre del bebé, ésta aún podría explicarme algunas cosas. El
asesino, mientras tanto, se movía. Una noche encontré en la morgue un cadáver cuyas
heridas, el desgarrón casi limpio en la garganta, eran idénticas a las que
solía infligir el asesino. Hablé con el policía que había hallado el cadáver.
Le pregunté si creía que había sido un depredador. ¿Quién más podría ser?, me
respondió. ¿O acaso tú crees, Pepe, que ha sido un accidente? Un accidente,
pensé. Un accidente permanente. Le pregunté dónde encontró el cadáver. En una
alcantarilla muerta de la parte sur, respondió. Le recomendé que vigilara bien
las alcantarillas muertas de esa zona. ¿Por qué?, quiso saber. Porque uno nunca
sabe lo que puede encontrar en ellas. Me miró como si estuviera loco. Estás
cansado, me dijo, vámonos a dormir. Nos metimos juntos en la habitación de la
comisaría. El aire era tibio. Junto a nosotros roncaba otra rata policía.
Buenas noches, me dijo mi compañero. Buenas noches, dije yo, pero no pude
dormir. Me puse a pensar en la movilidad del asesino, que unas veces actuaba en
la parte norte y otras en la parte sur. Tras dar varias vueltas me levanté.
Con pasos
vacilantes me dirigí hacia el norte. En mi camino me crucé con algunas ratas
que se desplazaban a trabajar en la penumbra de los túneles, confiadas y
decididas. Oí que unos jovenzuelos decían Pepe el Tira, Pepe el Tira y luego se
reían, como si mi apodo fuera lo más divertido del mundo. O tal vez sus risas
obedecían a otra causa. En cualquier caso yo ni siquiera me detuve.
Los túneles,
poco a poco, se fueron quedando vacíos. Ya sólo de vez en cuando me cruzaba con
un par de ratas o las oía a lo lejos, afanadas en otros túneles, o vislumbraba
sus sombras dando vueltas alrededor de algo que podía ser comida o podía ser
veneno. Al cabo de un rato los ruidos cesaron y sólo podía oír el sonido de mi
corazón y el interminable goteo que nunca cesa en nuestro mundo. Cuando encontré
el gran pozo una vaharada de muerte me hizo extremar aún más mis precauciones.
Yacía allí lo que quedaba de dos perros de regular tamaño, tiesos, con las
patas levantadas, semicomidos por los gusanos.
Más allá,
beneficiarios también de los restos perrunos, encontré a la colonia de ratas
que andaba buscando. Vivían en los límites de la alcantarilla, con todos los
peligros que esto conlleva, pero también con el beneficio de la comida, la cual
nunca escaseaba en los lindes. Los encontré reunidos en una pequeña plaza. Eran
grandes y gordos y sus pieles eran lustrosas. Tenían la expresión grave de
aquellos que viven en el peligro constante. Cuando les dije que era policía sus
miradas se hicieron desconfiadas. Cuando les dije que estaba buscando a una rata
que había perdido a su bebé, nadie respondió pero por sus gestos me di cuenta
de inmediato de que la búsqueda, al menos en este aspecto, había terminado.
Describí entonces al bebé, su edad, la alcantarilla muerta donde lo había
encontrado, la forma en que había muerto. Una de las ratas dijo que era su
hijo. ¿Qué buscas?, dijeron las otras.
Justicia, dije.
Busco al asesino.
La más vieja,
con la piel llena de costurones y respirando como un fuelle, me preguntó si
creía que el asesino era uno de ellos. Puede serlo, dije. ¿Una rata?, dijo la
rata vieja. Puede serlo, dije. La madre dijo que su bebé solía salir solo. Pero
no pudo llegar solo a la alcantarilla muerta, le respondí. Tal vez se lo llevó
un depredador, dijo una rata joven. Si se lo hubiera llevado un depredador se
lo habría comido. Al bebé lo mataron por placer, no por hambre.
Todas las ratas,
tal como esperaba, negaron con la cabeza. Eso es impensable, dijeron. No existe
nadie en nuestro pueblo que esté tan loco como para hacer eso. Escarmentado aún
por las palabras del comisario de la policía, preferí no llevarles la
contraria. Empujé a la madre a un sitio apartado y procuré consolarla, aunque
la verdad es que el dolor de la pérdida, después de tres meses, que era el
tiempo que había pasado, se había atenuado considerablemente. La misma rata me
contó que tenía otros hijos, algunos mayores, a quienes le costaba reconocer
como tales cuando los veía, y otros menores que aquel que había muerto, los
cuales ya trabajaban y se buscaban, no sin éxito, la comida ellos solos.
Intenté, sin embargo, que recordara el día que había desaparecido el bebé. Al
principio la rata se hizo un lío. Confundía fechas e incluso confundía bebés.
Alarmado, le pregunté si había perdido a más de uno y me tranquilizó diciendo
que no, que los bebés, normalmente, se pierden, pero sólo por unas horas, y
que, luego, o bien regresan solos a la madriguera o bien una rata del mismo
grupo los suele encontrar, atraída por sus berridos. Tu hijo también lloró, le
dije un poco molesto por su jeta autosatisfecha, pero el asesino lo mantuvo
amordazado casi todo el tiempo.
No pareció
conmoverse, así que volví al día de su desaparición. No vivíamos aquí, dijo,
sino en un conducto del interior. Cerca de nosotros vivía un grupo de
exploradores que fueron los primeros en instalarse en la zona y luego llegó
otro grupo, más numeroso, y entonces decidimos marcharnos porque aparte de dar
vueltas por los túneles poco más es lo que se podía hacer. Los niños, no
obstante, estaban bien alimentados, le hice notar. Comida no faltaba, dijo la
rata, pero la teníamos que ir a buscar en el exterior. Los exploradores habían
abierto túneles que llevaban directamente hacia las zonas superiores, y no
había entonces veneno ni trampa que pudiera detenernos. Todos los grupos subíamos
al menos dos veces al día a la superficie y había ratas que se pasaban días
enteros allí, vagando entre los viejos edificios semirruinosos, desplazándose
por el interior hueco de las paredes, y hubo algunas que nunca más volvieron.
Le pregunté si estaban
en el exterior el día que desapareció su bebé. Trabajábamos en los túneles,
algunos dormían y otros, probablemente, estaban en el exterior, respondió. Le
pregunté si no había notado nada raro en alguno de su grupo. ¿Raro? Una forma
de comportarse, actitudes que se salen de lo corriente, ausencias prolongadas y
sin justificación. Dijo que no, que, como bien yo debía saber, en nuestro
pueblo las ratas se comportan de una manera y otras veces de otra, dependiendo
de la situación, a la que procuramos adaptarnos con celeridad y a la mayor
perfección posible. Poco después de la desaparición del bebé, por otra parte,
el grupo se puso en marcha buscando una zona menos peligrosa. Nada más iba a
sacarle a aquella rata trabajadora y simple. Me despedí del grupo y abandoné el
conducto donde estaba su madriguera.
Pero aquel día
no volví a la comisaría. A medio camino, cuando estuve seguro de no ser seguido
por nadie, retorné a los alrededores de la madriguera y busqué una alcantarilla
muerta. Al cabo de un tiempo la encontré. Era pequeña y la pestilencia aún no
sobrepasaba ciertos límites. La examiné de arriba abajo. La persona que yo
buscaba no parecía haber actuado allí. Tampoco encontré indicios de
depredadores. Pese a que no había ni un solo lugar seco, decidí quedarme. Como
pude, con tal de pasar un rato mínimamente cómodo, junté los cartones mojados y
los trozos de plástico que pude hallar y me acomodé sobre ellos. Imaginé que el
calor de mi pelaje en contacto con la humedad producía pequeñas nubes de vapor.
Por momentos el vapor conseguía adormecerme y por momentos se convertía en el
domo en el interior del cual yo era invulnerable. Estaba a punto de quedarme
dormido cuando oí voces.
Al cabo de un
rato los vi aparecer. Eran dos ratas, machos jóvenes, que hablaban
animadamente. A uno de ellos lo reconocí de inmediato: ya lo había visto entre
el grupo que acababa de visitar. La otra rata me era completamente desconocida,
tal vez cuando llegué estaba trabajando, tal vez pertenecía a otro grupo. La
discusión que sostenían era acalorada pero sin salirse de los cauces de la
cortesía entre iguales. Los argumentos que ambas esgrimían me resultaron
incomprensibles, en primer lugar porque aún estaban demasiado lejos de mí
(aunque se encaminaban, sus patitas chapoteando en el agua baja, hacia mi
refugio) y en segundo lugar porque las palabras que empleaban pertenecían a
otra lengua, una lengua impostada y ajena a mí que odié de inmediato, palabras
que eran ideas o pictogramas, palabras que reptaban por el envés de la palabra
libertad como el fuego repta, o eso dicen, por el otro lado de los túneles,
convirtiendo éstos en hornos.
De buena gana me
hubiera escabullido en silencio. Mi instinto de policía, sin embargo, me hizo
comprender que, si no intervenía, pronto iba a haber otro asesinato. De un
salto abandoné los cartones.
Las dos ratas se
quedaron paralizadas. Buenas noches, dije. Les pregunté si pertenecían al mismo
grupo. Negaron con la cabeza.
Tú, señalé con
mi garra a la rata que no conocía, fuera de aquí. La joven rata al parecer era
orgullosa y dudó. Fuera de aquí, soy policía, dije, soy Pepe el Tira, grité.
Entonces miró a su amigo, dio media vuelta y se alejó. Cuidado con los
depredadores, le dije antes de que desapareciera tras un dique de basura, en
las alcantarillas muertas nadie ayuda si te ataca un depredador.
La otra rata no
se molestó ni siquiera en despedirse de su amigo. Permaneció junto a mí,
quieta, aguardando el momento en que nos íbamos a quedar solos, sus ojillos
pensativos fijos en mí de la misma manera, supongo, que mis ojillos pensativos
la estudiaban a ella. Por fin te he atrapado, le dije cuando estuvimos solos.
No me contestó. ¿Cómo te llamas?, le pregunté. Héctor, dijo. Su voz, ahora que
me hablaba a mí, no era diferente de miles de voces que yo había oído antes.
¿Por qué mataste al bebé?, murmuré. No contestó. Durante un instante tuve
miedo. Héctor era fuerte, probablemente más voluminoso que yo, además de más
joven, pero yo era policía, pensé.
Ahora te voy a
atar las patas y el hocico y te llevaré a la comisaría, dije. Creo que sonrió,
pero no podría asegurarlo. Tienes más miedo que yo, dijo, y mira que yo tengo
mucho miedo. No lo creo, dije, tú no tienes miedo, tú estás enfermo, tú eres un
bastardo de depredador y escarabajo. Héctor se rió. Claro que tienes miedo,
dijo. Mucho más miedo del que tenía tu tía Josefina. ¿Has oído hablar de
Josefina?, dije. He oído hablar, dijo. ¿Quién no ha oído hablar de ella? Mi tía
no tenía miedo, dije, era una pobre loca, una pobre soñadora, pero no tenía
miedo.
Te equivocas: se
moría de miedo, dijo mirando distraídamente hacia los lados, como si
estuviéramos rodeados de presencias fantasmales y requiriera sin énfasis su
aquiescencia. Quienes la escuchaban estaban muertos de miedo, aunque no lo
sabían. Pero Josefina estaba más que muerta: cada día moría en el centro del
miedo y resucitaba en el miedo. Palabras, dije como si escupiera. Ahora ponte
boca abajo y déjame que primero te ate el hocico, dije sacando un cordel que
había traído para tal fin. Héctor resopló.
No entiendes
nada, dijo. ¿Crees que deteniéndome a mí se acabarán los crímenes? ¿Crees que
tus jefes harán justicia conmigo? Probablemente me despedazarán en secreto y
arrojarán mis restos allí donde pasen los depredadores. Tú eres un maldito
depredador, dije. Yo soy una rata libre, me contestó con insolencia. Puedo
habitar el miedo y sé perfectamente hacia dónde se encamina nuestro pueblo.
Tanta presunción había en sus palabras que preferí no contestarle. Eres joven,
le dije. Tal vez haya una forma de curarte. Nosotros no matamos a nuestros
congéneres. ¿Y quién te curará a ti, Pepe?, me preguntó. ¿Qué médicos curarán a
tus jefes? Ponte boca abajo, dije. Héctor me miró y yo solté el cordel. Nos
trenzamos en una lucha a muerte.
Al cabo de diez
minutos que me parecieron eternos su cuerpo yacía a un lado del mío con el
cuello destrozado por una mordida. Por mi parte, tenía el lomo lleno de heridas
y el hocico desgarrado y no veía nada con el ojo izquierdo. Volví con el
cadáver a la comisaría. Las pocas ratas con las que me crucé creyeron,
seguramente, que Héctor había sido víctima de un depredador. Deposité su cuerpo
en la morgue y fui a buscar al forense. Está todo solucionado, fue lo primero
que pude articular. Luego me dejé caer y esperé. El forense examinó mis heridas
y cosió mi hocico y mi párpado. Mientras lo hacía quiso saber cómo me lo había
hecho. Encontré al asesino, dije. Lo detuve, luchamos. El forense dijo que
había que llamar al comisario. Chasqueó la lengua y de la oscuridad surgió un
adolescente flaco y adormilado. Supuse que era un estudiante de medicina. El
forense le encargó que fuera a casa del comisario y le dijera que lo esperaban,
él y Pepe el Tira, en la comisaría. El adolescente asintió y desapareció. Luego
el forense y yo nos dirigimos a la morgue.
El cadáver de
Héctor seguía allí y el brillo de su pelaje empezaba a atenuarse. Ahora sólo
era un cadáver más, entre muchos otros cadáveres. Mientras el forense lo
examinaba me puse a dormir en un rincón. Me despertó la voz del comisario y
unos sacudones. Levántate, Pepe, dijo el forense. Los seguí. El comisario y el
forense caminaban aprisa entre unos túneles que yo no conocía. Detrás de ellos,
contemplando sus colas iba yo, medio dormido y sintiendo un gran escozor en el
lomo. No tardamos en llegar a una madriguera vacía. En una especie de trono (o
tal vez fuera una cuna) hervía una sombra. El comisario y el forense me
indicaron que me adelantara.
Cuéntame la
historia, dijo una voz que era muchas voces y que provenía de la oscuridad. Al
principio sentí pavor y retrocedí, pero no tardé en comprender que se trataba
de una rata reina muy vieja, es decir de varias ratas cuyas colas se anudaron
en la primera infancia, imposibilitándolas para el trabajo, pero
concediéndoles, en cambio, la sabiduría necesaria para aconsejar en situaciones
extraordinarias a nuestro pueblo. Así que relaté la historia de principio a
fin, y procuré que mis palabras fueran desapasionadas y objetivas, como si
estuviera redactando un informe. Cuando terminé la voz que era muchas voces y
que salía de la oscuridad me preguntó si yo era el sobrino de Josefina la
Cantora. Así es, dije. Nosotras nacimos cuando Josefina aún estaba viva, dijo
la rata reina, y se movió con gran esfuerzo. Distinguí una enorme bola oscura
llena de ojillos velados por los años. Supuse que la rata reina era gorda y que
la suciedad había terminado por solidificar sus patas traseras. Una anomalía,
dijo. Tardé en comprender que se refería a Héctor. Un
veneno que no nos impedirá seguir estando vivos, dijo. En cierta manera, un
loco y un individualista, dijo. Hay algo que no entiendo, dije. El comisario me
tocó con su garra el hombro, como para impedirme hablar, pero la rata reina me
pidió que le explicara qué era lo que no entendía. ¿Por qué mató al bebé de
hambre, por qué no le destrozó la garganta como a las otras víctimas? Durante
unos segundos sólo oí suspirar a la sombra que hervía.
Tal vez, dijo al
cabo de un rato, quería presenciar el proceso de la muerte desde el principio
hasta el final, sin intervenir o interviniendo lo menos posible. Y, al cabo de
otro silencio interminable, añadió: Recordemos que estaba loco, que se trataba
de una teratología. Las ratas no matan ratas.
Bajé la cabeza y
no sé cuánto rato estuve así. Es posible incluso que me durmiera. De pronto
sentí otra vez la garra del comisario en mi hombro y su voz que me conminaba a
seguirlo. Rehicimos el camino de vuelta en silencio. En la morgue el cadáver de
Héctor, tal como temía, había desaparecido. Pregunté dónde estaba. Espero que
en la panza de algún depredador, dijo el comisario. Luego tuve que oír lo que
ya sabía. Terminantemente prohibido hablar del caso de Héctor con nadie. El
caso estaba cerrado y lo mejor que yo podía hacer era olvidarme de él y seguir
viviendo y trabajando.
Esa noche no quise
dormir en la comisaría y me hice un hueco en una madriguera llena de ratas
tenaces y sucias y cuando desperté estaba solo. Aquella noche soñé que un virus
desconocido había infectado a nuestro pueblo. Las ratas somos capaces de matar
a las ratas. Esa frase resonó en mi bóveda craneal hasta que desperté. Sabía
que nada volvería a ser como antes. Sabía que sólo era cuestión de tiempo.
Nuestra capacidad de adaptación al medio, nuestra naturaleza laboriosa, nuestra
larga marcha colectiva en pos de una felicidad que en el fondo sabíamos
inexistente, pero que nos servía de pretexto, de escenografía y telón para
nuestras heroicidades cotidianas, estaban condenadas a desaparecer, lo que
equivalía a que nosotros, como pueblo, también estábamos condenados a desaparecer.
Volví, porque no
podía hacer otra cosa, a las rondas rutinarias: un policía murió despedazado
por un depredador, tuvimos, una vez más, un ataque con veneno procedente del
exterior que diezmó a unos cuantos, algunos túneles se inundaron. Una noche, sin
embargo, cedí a la fiebre que devoraba mi cuerpo y me encaminé a una
alcantarilla muerta.
No puedo
precisar si era la misma alcantarilla donde había encontrado a alguna de las
víctimas o si por el contrario se trataba de una alcantarilla que desconocía.
En el fondo, todas las alcantarillas muertas son iguales. Durante mucho rato
permanecí allí, agazapado, esperando. No ocurrió nada. Sólo ruidos lejanos,
chapoteos cuyo origen fui incapaz de precisar. Al volver a la comisaría, con
los ojos enrojecidos por la prolongada vigilia, encontré a unas ratas que
juraban haber visto en los túneles vecinos a una pareja de comadrejas. Un
policía nuevo estaba junto a ellas. Me miró, esperando alguna señal de mi
parte. Las comadrejas habían acorralado a tres ratas y a varios cachorros,
atrapados en el fondo del túnel. Si esperamos refuerzos será demasiado tarde,
dijo el policía nuevo.
¿Demasiado tarde
para qué?, le pregunté con un bostezo. Para los cachorros y para las
cuidadoras, respondió. Ya es demasiado tarde para todo, pensé. Y también pensé:
¿En qué momento se hizo demasiado tarde? ¿En la época de mi tía Josefina? ¿Cien
años antes? ¿Mil años antes? ¿Tres mil años antes? ¿No estábamos, acaso,
condenados desde el principio de nuestra especie? El policía me miró esperando
un gesto de mi parte. Era joven y seguramente no llevaba más de una semana en
el oficio. A nuestro alrededor algunas ratas cuchicheaban, otras pegaban sus
orejas a las paredes del túnel, la mayoría tenía que hacer un gran esfuerzo
para no temblar y después huir. ¿Tú qué propones?, pregunté. Lo reglamentario,
contestó el policía, internarnos en el túnel y rescatar a las crías.
¿Te has enfrentado alguna vez a una comadreja?
¿Estás dispuesto a ser despedazado por una comadreja?, dije. Sé luchar, Pepe,
contestó. Llegado a este punto poco era lo que podía decir, así que me levanté
y le ordené que se mantuviera detrás de mí. El túnel era negro y olía a
comadreja, pero yo sé moverme por la oscuridad. Dos ratas se ofrecieron como
voluntarias y nos siguie