viernes, 28 de noviembre de 2014

Cuentos Alberto Fuguet

Amor sobre ruedas



"And girls just have fun"
Cindy Lauper


Todos los fines de semana, incluso los domingos después del Jappening o del fútbol, Sandra y Márgara se subían a un Toyota Célica azul-cielo y recorrían Apoquindo buscando tipos -o minos como decían ellas- con quien pinchar. Era casi como un deporte, un verdadero hobbie, pero a ellas les parecía bien, entendible, para nada un vicio denigrante como les habían dicho por ahí. Cuando empezaron a salir los martes, sin embargo, tal como hoy, hasta ellas mismas se dieron cuenta de que quizás se les estaba pasando la mano. Pero nunca tanto. Total, pensaban ellas, peor era quedarse solas, cada una por su lado, pasándose películas, frustradas a morir.
La que manejaba era Márgara, la dueña del Célica, que por esas cosas del destino no era la que llevaba las riendas al momento de hacer la conquista. Las razones eran básicamente dos: debía preocuparse de guiar bien el auto (un choque sería vergonzoso, totalmente fuera de lugar, como caerse mientras se baila un lento); y lo otro era que no le pegaba tanto al oficio de engrupir como la Sandra, su amiga y copiloto, la cerebro del dúo, que era bastante atractiva, como exótica, con el pelo largo que le tapaba un ojo, negro brillante con rayitos rubios, bien a la moda. Juntas, Sandra y Márgara, que era más baja, entradita en carnes si se quiere, se juraban las reinas del pinche sobre ruedas, las Cagney y Lacey de Apoquindo, aunque estaba claro que eso era pura imaginación, porque había otras minas a las que les iba harto mejor en eso de la conquista de auto a auto. Sandra y Márgara eran buenas amigas, aunque igual se aserruchaban el piso a la hora de la verdad. Cada una por su lado y que gane la mejor si se la puede. Se conocían de toda la vida, compañeras de curso y de banco, con todo lo que eso implica. Algunas antiguas compañeras de curso con las que se juntaban a tomar once, a pelar, les habían dicho, no mucho antes, que era decadente y triste eso de andar buscando hombres por la calle. Hasta peligroso. Ellas le respondieron, en cambio, lo que ya tenían asimilado: "¿De qué otra forma vamos a conocer hombres?" Y, de alguna manera, era cierto. En sus respectivos institutos ya ubicaban -como decía Sandra- al ganado masculino disponible. Sabían perfectamente quién era quién, o sea, que ninguno las inflaba demasiado. Los compañeros de curso eran sólo eso: compañeros. Y se acabó. Claro, podían meterse a alguna actividad, ¿pero cuál? ¿Gimnasia aeróbica?: puros maricones. ¿Cursillos de filosofía,, de poder mental, talleres literarios?: puros locos, trancados. No, no eran de esa onda. Para nada.
El panorama era, entonces, desalentador, poco viable. Por eso habían llegado a la conclusión de que era necesario salir al encuentro, tal como lo estaban haciendo hoy, porque si se ponían a esperar a que llegara ese príncipe tan anhelado, lo único que iban a sacar en limpio era que, aunque sonara siútico, el tren se fuera sin ellas.
Había sí un consuelo: no eran las únicas dedicadas a eso ni mucho menos. Cada vez que salían de ronda, como esta extraña noche, se cruzaban en su camino con un buen número -un aterrador número- de mujeres que buscaban lo mismo o quizás aún más, porque algunas de ellas iban a la pelea firmeza y Sandra y Márgara andaban en la onda tranquila, tratando de conocer tipos para después elegir al más adecuado, al más tierno del montón. La competencia, entonces, era dura, sin compasión. Cada hembra necesitada, cada vieja en busca de carne joven, cada mina lateada, era una amenaza para las dos.
Es difícil creer que dos mujeres jóvenes que salen a buscar hombres -tenían su tope en tipos de treinta- no lleguen hasta el final. Tampoco atracaban. Y no era porque no lo desearan sino simplemente por la fama. Santiago es, en el fondo, un pueblo chico y, tal como siempre lo repite la Márgara, la que se da el lujo de saltar de cama en cama, después lo paga. La idea, entonces, era conocer tipos en auto, aceptar a que las convidaran a tomar bebidas, decir que sí, estar un rato, intercambiar teléfonos, a lo más ir a un mirador y casi nunca tener algún contacto mayor.
Como no eran tontas y sabían que era necesario cuidarse, aunque esta noche, esta noche era otra cosa, nunca aceptaban ir muy lejos. Tenían como ley no bajar más allá de Providencia de Lyon y no subir más allá del Tavelli de Las Condes. Otra regla era siempre seguir en el auto propio, así si los compadres se ponían hostigosos, se viraban y listo. Los tipos que conocían generalmente eran pintosos (si no, no los saludaban a través de la ventana), de buen nivel, con autos más o menos potables. Básico era que les gustara la música y que la tocaran bien fuerte. Dependiendo de la emisora, Sandra y Márgara sabían la onda de los desconocidos y si cumplían las exigencias mínimas. Típico resultaban ser estudiantes del Incacea o del Inacap, pocas veces les tocaban universitarios de la Católica, pero eso era pura mala suerte porque ellas sabían que aburridos y parqueados había, y muchos, y que el hecho de ser inteligentes no es sino una razón más para necesitar salir a buscar mujeres porque estaba super probado que mientras más capos los tipos, más imbéciles para ser felices.
En eso mismo están pensando las dos: en la dosis de suerte que se necesita para enganchar pareja. Quizás esta noche, noche bastante tibia para ser octubre, las cosas se den de otra manera, esperan. Algo se intuye, incluso. La noche está distinta, trastocada. Rara.
Apoquindo, la avenida más usada del barrio alto, con sus tres pistas para arriba y sus tres para abajo, tiene actividad para ser martes y casi parece sábado; esto las pone de buena y les da ánimo mientras recorren esta parte de la ciudad. Sandra anda hecha una loca cantando a todo full (aunque no tiene ni idea de inglés, sólo sabe que David Bowie es como lo máximo), moviendo todo su cuerpo al ritmo de la radio, creyéndose estupenda y orgullosa de ser joven, de tener plata, de ser ella.
Tal como se decidió, Sandra anda con una polera muy apretada, sin sostén. Márgara se puso, aunque en realidad no se la cree porque de femme fatale no tiene nada, una falda con dos tajos que según ella mata a cualquier tipo en menos de un minuto. Arriba un peto negro super brilloso que le queda medio suelto. Como sombra de ojos, una pintura canela que destella chispazos dorados. Las vestimentas de las dos no son de día martes. Son como para ir a la pelea.
Las nueve diez, relativamente temprano. Salen a Apoquindo, la calle sagrada, por El Bosque Norte, la de los restoranes que ilustran las páginas de la Mundo Dinners; doblan hacia arriba, rumbo a El Faro, donde la taquilla se juntaba antes de que muriera por pasado de moda. Andan inquietas, como preparándose para la victoria, conversan puras tonteras y quizás por eso no se han dado cuenta de que hace media hora que las siguen de cerca, bastante cerca, casi raspándoles el parachoques. Tanto parloteo y tanto mirar para los lados las hace olvidar lo que hay a sus espaldas: un auto negro, brillante y luminoso, que refleja las luces de toda la arteria. El auto es bajo, como una lancha, y avanza lentamente, casi sin tocar el pavimento, espiando a las dos mujeres que recorren las calles buscando al hombre perfecto.
Sandra enciende un cigarrillo. Lo aspira y suelta el humo, grácilmente. Mira a Márgara, que parece decepcionada. Sus ojos tan maquillados se ven muertos, fijos en el tráfico que está adelante; no en el de atrás. Sandra sigue fumando; en la radio la Madonna canta feels so good incide y ambas saborean los labios. Pero así y todo no pasa mucho. No hay caso: mientras más intentan pasarlo bien, peor la pasan. Quizás sería mejor volver a casa.
De pronto los ojos de la Márgara se encienden. Un antifaz de luz estalla en su cara. La iluminación sale del retrovisor, como si hubiera reflectores invisibles colocados en el espejo. Rápidamente Sandra se da vuelta y ve las dos luces redondas resplandeciendo como panteras en su cara. El auto azabache disminuye su velocidad y comienza a quedarse atrás. Pero sólo por un instante. El señalizador se prende. Avanza, se coloca en la otra pista y acelera. Ya está al lado de ellas. El azul del Célica se refleja en el elegante negro. Ambas están calladas, atónitas. Las ventanas del auto también son negras y relucen. No se ve nadie adentro. Están muy cerca, apenas unos centímetros de distancia. Ambos se desplazan a la misma velocidad. Luz roja. Los dos se detienen.
Ahora están uno al lado del otro. Sandra, que ya tenía su ventana abajo, está con el codo afuera y mira de reojo la negra ventana. Vendería su alma con tal de poder ver quién está dentro. Y el deseo se cumple: las ventanas –todas las ventanas– comienzan a descender automáticamente. A medida que bajan, va saliendo cada vez más fuerte un rock cuyo ritmo asemeja el del latido de un corazón. El interior del auto está iluminado y una extraña luz verde se escapa a través de los espacios que dejaron. Adentro hay cuatro hombres, tipos de veinte, veinticinco años. Los cuatro parecen sacados de una revista de modas masculina. Son perfectos, bellísimos; sus pieles color maní emanan una fragancia espesa y atrayente que cruza de un auto a otro.
Cada uno es distinto, tienen peinados diferentes; lo mismo sus ropas, sus relojes, sus rasgos. Pero los ojos los tienen iguales. O muy parecidos. La misma mirada fija, dura, atrapante. La estilización de sus rostros los hace verse falsos, fabricados, maniquíes vivientes que respiran, sudan, acechan.
Luz verde. Ambos parten. Márgara, sin saber por qué, cambia la radio y sintoniza la misma estación que la del auto negro. Ninguno de los dos se adelanta. Se mantienen paralelos. Los tipos no las miran. Ellas no hacen otra cosa que contemplar con la boca abierta y húmeda a esos cuatro ejemplares soñados. Apoquindo parece más lenta, más vacía. Luz roja.
Sandra infla un globo con su chicle rosado. Está que revienta de enojo y tensión. Los cuatro hombres aún no miran para el lado. Y están tan cerca. Bastaría con estirar la mano un poco para acariciar ese mentón duro y serio, para revolver ese pelo a lo Sting, corto y castaño, empapado de gel. Pero el tipo mira quieto el vacío mientras golpea el volante con sus dedos. Los otros tres tienen sus platinosos ojos fijos en el grupo de prostitutas de abrigos de piel sintética y medias caladas que rondan por la esquina de Burgos. Márgara observa con envidia cómo las codiciadas miradas del auto negro se dirigen a esas minas de mala muerte y no hacia ellas que están de miedo, listas para todo, para esos cuatro gallos malditos de buenos, enfermos de matadores. Luz verde. Partir.
Márgara acelera a fondo, haciendo rugir el motor, pero no parte. El auto negro sigue ahí, impávido. Una vez más acelera, saca humo y para. Los tipos no responden. Siguen acelerando, suelta, acelera y suelta, embraga: primera, pela forros y sale, segunda, volando, rajada, a concho, setenta, noventa, picando a todo dar, y el auto negro, refulgiendo como un jaguar oscuro electrificado, como las zumbas para arriba, pasando el letrero rojo de la Gente, el Bowling y su mundillo, dejando toda la taquilla atrás, alcanzándolas, colocándose a su lado, cerca, el viento está fresco y fuerte, despeinando, removiéndolo todo y la Sandra que ya está casi afuera de la ventana, eufórica y rayada y les grita con toda su fuerza ¿quieren hueveo, locos?
Y comienza a tirarle besos, a abrir su boca, a sacarse el rouge con la lengua. Márgara sigue acelerando, ya van en ciento veinte, no puede parar, la radio ya revienta, there´ll be swinging, swaying, music playing, dancing in the streets y los tipos, cosa sorpresiva, comienzan a sonreír, a tornarse humanos y les devuelven los besos, les gritan frases, garabatos, guiños de ojos, vamos, Márgara, acércate, éstos sí que van a la pelea, yo me quedo con los de adelante, total, una vez en la vida, qué te importa, huevona, si príncipes nunca vamos a encontrar, loca, y los minos se van acercando, suave, lento, deslizándose a su lado, ven, guapo, más cerca, así, para sentirte, cosa más rica, si supiera tu mamá, lindo, ven, déjame chuparte, lamerte y... ¡mierda!, algo cambia, el auto comienza a enfurecerse, a echar chispas, a tratar de arrollarlas, de sacarlas de la pista. Se inicia el encierro, la guerra, el caos; el auto negro arremete contra el Célica, trata de chocarlo, de destruirle la puerta lateral y la batalla sigue, a alta velocidad, solos, sin ningún auto cerca, solamente la avenida como campo de combate y Márgara acelera, lo más posible, mientras que los tipos del auto negro les gritan garabatos, más garabatos, insultos, les lanzan escupos y pollos, se bajan los Wranglers, y ambas radios, como si estuvieran conectadas, como si el auto negro ya dominara, emiten sinfonías crípticas, sonidos bajos y densos, chirridos diabólicos y guitarra pesada, enervante, rock metálico, rock satánico y la niebla, rara para octubre, una niebla verdosa y áspera, inicia su entrada a la calle, llenándola hasta las azoteas de los edificios, tapando toda la vía, bloqueando la vista, los sentidos, paralizando los reflejos y el auto negro avanza sobre el colchón de niebla, circunda al Célica hasta encerrarlo en un tornado púrpura y viscoso y, en medio de risotadas que se escuchan a lo lejos, de caos metálicos que se escapan de las alcantarillas, desaparece por una calle transversal, dejando como huella un temblor en los árboles y un estallido en la brisa.
Márgara y Sandra están sentadas en medio de Apoquindo con el auto parado. La calle está vacía, sin gente, sin buses, sin nada. La niebla sigue y aumenta. Ambas respiran hondo y tratan de olvidar lo recién vivido. La radio ya no funciona. Está muerta.
Se suben al auto, encienden el motor, dan vuelta, y comienzan a volver a casa en silencio, tratando de no meter bulla. El trayecto se hace eterno, como si el pavimento se dirigiera en la dirección contraria. La soledad de la avenida y el mutismo reinante no pierden su olor a complicidad. Márgara mira por el espejo y ve dos luces a lo lejos que se vienen acercando rápido. Acelera como nunca lo ha hecho antes.
De una esquina aparece un auto negro que rozando diagonalmente la calle se instala frente a ellas, bloqueándoles la vía de escape. De la nada, dos autos negros se colocan uno a cada costado. Márgara vuelve a mirar el retrovisor: otro auto negro está pegado a su cola. La radio comienza a funcionar, remeciendo los vidrios. El motor se apaga. Los cuatro autos se detienen. Una puerta se abre.






Cuentos Raúl Zurita


Bruno se dobla, y cae



Es algo que me impide. Bruno se dobla, es un hecho y al mismo tiempo una ceguera. Si fuera un desaparecido, pienso, no habrían sido esas palabras. Si hubiese sido una de las margaritas tampoco. En una tierra traidora la esquizofrenia está en los hechos. Los hechos son estos: Bruno se dobla, cae.
R. Z.




Al frente las montañas emergen como una gasa
de tul curvándose contra las sombras. La nieve
de la cordillera fosforece levemente, como una
gasa que flota. Arriba de las infinitas estrellas y el
cielo negro. Las palabras son leves, las estrellas son
leves.
Escuché un campo interminable de margaritas
blancas. Se doblan por el viento, el cielo es negro.
Oigo el gemido de los delgados tallos al doblarse.
El sonido es chirriante, agudo. Cuando el viento
cesa vuelve el silencio.
Bruno. Solo es una línea blanca que cae y se
levanta. Arriba de la línea todo es negro y abajo
también. Antes está la playa, lo sé, después
el mar hasta el horizonte y luego el cielo. La noche
es una caja cerrada negra, abajo la línea de la
rompiente suena y es blanca.
Bruno era mi amigo.

Las ciudades pequeñas son blancas en la noche.
Adelante está el mar, de él solo se distingue la
línea blanca de la espuma de la rompiente. El mar,
la noche cerrada.
Escucho al conejo encandilado frente a los focos.
Arriba, la gasa de la nieve de las montañas parece
un tul que le fuera a caer cubriéndole la pequeña
mancha de sangre que ha emergido de su pelaje
pardo. Los focos iluminan otros blancos, otros
pequeños pelajes con sangre.
Una pequeña mota roja de sangre cubierta con la
gasa de la nieve de todas las montañas.
Susana es pequeña.

La tierra que cubre a Bruno es negra. La cara de
Bruno es blanca. Pero no sé si es tierra y no sé si
es agua negra o es aire negro. La cara de Susana
también es blanca bajo el aire o el agua o la tierra
negra.
Escucho el sonido de las margaritas al doblarse.
Susana es una amiga bajo el campo negro de
margaritas blancas.
A pique el cielo negro cae sobre el mar, sobre el
campo negro, sobra la nieve como gasa de las
montañas. Arriba las estrellas se doblan al unísono
de las margaritas bajo el viento. Las estrellas no
emiten sonido alguno, los tallos de las margaritas
gritan y los oigo.
Susana dice palabras bajo el campo o el agua o la
tierra.

Recuerdo un pasaje de mar. Sobre el horizonte
el cielo tiene una diafanidad infinita y escucho
el silencio que se vuelve inmenso. Bruno era mi
amigo. Susana es ahora miles de Susana. El
silencio me recuerda un camino de asfalto al lado
de las montañas y el pequeño conejo encandilado,
inmóvil. Me detengo y vuelvo. En el hocico tiene
una leve mota de sangre, también en el pelaje del
cuello, casi no tiene peso en mis manos. Oigo el sonido de las margaritas al doblarse.
Casi no pesa. Sus incisivos suavemente enrojecidos
parecen chirriarle a la luna. Susana tiene los
dientes apena rojizos. Su boca abierta le enseña
los dientes apenas rojizos a la luna, como un
chirrido.
En la imaginación redacto cartas desvastadas de
amor.

Las patas delanteras dobladas, recogidas contra el
hocico entreabierto. Sus diminutas garras negras
de tierra dejan ver los incisivos enrojeciéndose.
Miles de pequeños incisivos punteados de sangre
y la noche. Miles de cartas llena de amor
aguándose como un pequeño copo de sangre
bajo la gasa de la nieve, bajo la venda de tul de
la nieve de todas las montañas.
Susana dice palabras doblada bajo el campo o el
agua o el aire negro. Bajo la tierra de las diminutas
garras.
Las pequeñas garras del conejo atropellado. Sus
diminutas garras y la tierra negra del campo
endurecida en su revés. Sus ojos terrosos
acumulándose como dos montoncitos de tierra
en la noche negra. El cielo es negro, hay margaritas.
Sus ojos enterrados bajo la tierra campestre que
acumulan todas las minúsculas garras.
Los ojos vaciados. Bruno se dobla, cae.

Las minúsculas garras negras y el pelaje pardo.
Los albos incisivos abiertos se van enrojeciendo
suavemente. Más atrás, sobre el cuello, los pelos
pegajosos de pequeñas manchitas de sangre se
han rigidizado como púas. Imagino el cuchillo
entrando en el cuello, luego en los ojos. El
cuchillo sube y baja como la línea blanca de la
rompiente en la noche cerrada. En las manos el
pequeño cuerpo se dobla. Bruno se dobla, cae.
Las estrellas en la noche se doblan como las
margaritas y las motas de sangre en el pelaje pardo.
Los tallos de las margaritas chillan al doblarse.
El culatazo y su cuerpo casi sin peso doblándose.
La gasa de la nieve blanca de las montañas se
enrojece levemente igual que los dientes bajo el
diminuto hocico.
Los dientes de cientos de Susanas se enrojecen
levemente bajo sus labios, bajo la boca de la noche.
Ah el mar, el mar bjo la noche.

Bruno está muerto, Susana está muerta. El campo
negro y atrás la gasa sanguinolenta de la nieve de
las montañas. La rompiente blanca sube y baja
adelante. Las ciudades pequeñas son blancas
en los caminos de noche. Se asemejan a copos de
luz apareciendo de pronto y luego nada. Alguien
los vio y ahora son miles de caras blancas, con
los dientes levemente enrojecidos y las cuencas
de los ojos vacías. Mis caras de amor. Luego nada.
Cruzo pueblos pequeños en la noche. Cruzo
pelajes moteados de sangre. Ambos son leves.
Bruno es leve, Susana ahora es leve.
Las palabras de amor son leves, como la noche es
leve, como los tallos de las margaritas, sin
embargo ellos chillan cuando el viento los dobla.
Chillan y yo los escucho. Mis cartas de amor son
leves. Tiene pequeñas motas de sangre y saliva,
acuosa.
Vuelvo a casa, dice Bruno. Susana también dice
que vuelve a casa.

Se dobla, cae
Bruno es una pequeña garrita negra. Susana es
ahora una pequeña garrita negra. Las margaritas
se doblan chirriando. Están las margaritas, la
nieve de gasa de las montañas. La línea de la
rompiente.
Yo lloro una patria enemiga.
Las pequeñas ciudades blancas esperan a Bruno,
las pequeñas ciudades blancas iluminadas por los
focos en la noche esperan a Susana. Es día, ellos
ya no están y lloro.

Cuentos Andrea Maturana

Yo a las Mujeres me las Imaginaba Bonitas


     Yo a las mujeres me las imaginaba bonitas, pintadas como la rubia de la esquina que siempre sale a la calle cuando empieza a oscurecerse, pero la Chana llegó a la casa gritando el otro día y le dijo a la mamá que no se había atrevido a contarle nada a la señorita, lo que le pasaba era demasiado terrible. Entonces se había escapado nomás del colegio por arriba de la pandereta congelada de miedo de no alcanzar a llegar y caerse muerta por el camino.
       La mamá estaba lavando cuando llegó el berrinche y, como siempre hace alharacas, ni se dio vuelta para mirarla mientras ella lloraba y lloraba hasta que la Chana le dijo de una herida que yo no pude oír bien. Ahí la hizo callar porque estaba yo y le dijo que mejor se iban a conversar detrás de la casa para que la hermana chica -o sea yo- no escuchara. Pero por la muralla del fondo se oye todo y yo me puse bien cerca hasta pegar la oreja, igual la Chana habló gritando todo el rato aunque la mamá la hacia callar por mi.
     Claro que ahora que lo pienso mejor las mujeres no tienen por qué ser bonitas. Por ejemplo, la mamá es mujer y es muy guatona. Yo creo que por eso el papá se fue y la dejó sola. Las mujeres que les gustan a los hombres son las bonitas, como la rubia, que nunca anda sola.
     Algo se puso a decir la Chana, que ahora sí que sabía que eso estaba mal, que hace dias la vino a dejar el Tito después de esa fiesta que hubo hasta bien tarde (yo quería esperarla, pero me quedé dormida) y los dos se quedaron atrás, en el patio chico, tocándose, pero que ahora estaba arrepentida de todo y no se quería morir por esa herida que tenía.
     Como la mamá la quiere harto a la Chana la consoló altiro claro que primero le dio unas cachetadas y le dijo cochina desobediente. Pero después la tranquilizó riéndose y le dijo que no le iba a pasar nada, que se quedara callada de una vez y le diera a ella los calzones para lavarlos mientras la Chana buscaba otro par en los cajones y además un trapo limpio. Le dijo que desde ahora iba a tener que preocuparse de lavarlos y cambiarlos hartas veces al día por todos los meses y años. Porque ya eres mujer le dijo después.
            Yo no entiendo qué tiene que ver ser mujer con eso de los trapos. Parece que todas las mujeres lavan ropa cuando grandes como la mamá, sólo que a algunas no se les nota. Capaz que la rubia de la esquina también. Yo creo que el Tito a la Chana tiene que haberle pegado por fea cuando vinieron juntos a la casa,  y que él le hizo la herida. Si todos los hombres pegan, y a lo mejor por eso le dijo la mamá a la Chana que ya era mujer.
            Después de un rato se fue a cambiar de calzones a1 lugar más apartado, pero yo igual la vi cómo lloraba, despacio sin que oyera la mamá y le pudiera volver a pegar. Pero la mamá ya estaba metiendo los calzones sucios en un tiesto con agua que salió colorada, y se río. Cuando la Chana salió a jugar medio moqueando todavía la miró con la burla y de nuevo la cacheteó para que no hiciera más cochinadas con el Tito, le dijo.
            Yo fui detrás de ella para ver si así entendía mejor. Llegó a jugar al luche con las de la otra cuadra que se hacen sus amigas, pero igual nomás cuchichean cuando ella no está.
            Como en la mitad del juego, la Chana tuvo que saltar bien lejos y por debajo del yamper cayó un trapo lleno de sangre, igual que el que me pusieron a mi cuando me hice la herida en la rodilla. Yo creí que se iba a morir, pero ella más que susto tenía como vergüenza; dejó todo botado y corrió a la casa llorando mientras las demás no paraban de reírse y apuntarla con el dedo.
            Yo no sé por qué pasó esto justo ahora que Javier ése de lentes que va en mi curso, me ofreció hacerme la tarea y después llevarme un día a la casa. Y a mi me estaba empezando a gustar.
            Pero yo no quiero que me acompañe de vuelta del liceo y  pegue después como el Tito, no quiero ser mujer y tener una herida como la Chana, ni crecer y ponerme guatona y que los hombres me peguen. Así que voy a inventar cualquier cosa y me voy a venir sola a la casa mejor. Aunque esté oscuro.










CITA



Era un aliento tibio que se le quedaba adherido en la nuca y le entraba por el cuello almidonado de la blusa, humedeciéndole la espalda. Alrededor de ella se comprimía la gente llenando el vagón, y sin embargo, la única proximidad real era ese aliento. Podía percibir su ritmo con más nitidez que el ruido de los carros o que su propia respiración: acompasado, tal vez acelerándose un poco a medida que aumentaba el contacto con su espalda y se hacía más intensa la presión entre sus nalgas. Pero los cambios de intensidad eran casi imperceptibles, dentro de un margen que permitía pensar en una casualidad, un inevitable acercamiento.

No tenía espacio para darse vuelta, pero sí para girar la cabeza, y sabía que hacerlo intimidaría al hombre. No lo hizo. Cerró los ojos y se dejó llevar por el compás que les imponía a ambos el monótono balanceo. Perdió la conciencia de todo lo que no fuera su nuca entibiada, su espalda, esa rodilla perseverante que la obligaba a entreabrir las piernas. Con calma, obedeciendo a ese mismo acuerdo tácito, sintió la mano, pesada y suave a la vez, deslizarse por su cadera hasta el bolsillo lateral de la falda, buscando el fondo de éste para encontrarla a ella, en un gesto que no requería autorización porque presuponía el terreno como propio. Imaginó que era alto porque notó que, para internarse en su bolsillo, había tenido que flectar las piernas. Además, su mano era enorme. (Habría acariciado la punta de sus dos pechos con una sola de ellas, pensó, digitando la octava perfecta del piano, despertándole los pezones, mientras con la otra podría incursionarla entera, descifrarla como ella siempre quiso, atravesarla con el contacto eléctrico de sus dedos). Sentía ahora la presión que su propia piel ejercía sobre la blusa de seda, la carne empinada traspasando en un segundo su más íntima formalidad, la espera perpetuada por años, sin motivo.

Nadie lo notó, pero ella luchaba por no avergonzarse mientras la mano en su bolsillo cobraba ritmo autónomo en un vaivén interminable. En la nuca se le había formado una gota de sudor o de aliento que comenzaba a deslizarse por el cuello. Le costaba mantenerse erguida, pero el tumulto la obligaba. Sólo la estrechez del espacio hacía que pudiera seguir de pie y desentenderse de la languidez de su cuerpo. Habría querido inclinar la cabeza hacia un lado, doblarse en dos para reverenciar esa mano, recogerse sobre sí misma y pasarse la lengua por los labios, respirar libremente y con la boca entreabierta. Estaba inmóvil, ocupada en suavizar la amenaza de sus jadeos, y tan consciente de su cuerpo que la mano de él, su rodilla y su respiración, comenzaban a ser parte de ella, a modelarla a su antojo. La presión sobre su espalda seguía el movimiento de la mano: suave, persistente, sumiéndola en un placer rayano en la angustia que permaneció mucho tiempo después de que él se bajara del carro.

Lo hizo demasiado rápido, sin darle siquiera aviso con un gesto cómplice. Descendió rodeado de gente y ella no pudo identificarlo. Ningún hombre se volteó para mirarla, nadie se quedó frente a su puerta observándola desde el andén. Sólo quiso creer que era él: moreno, de espaldas anchas, caminaba muy erguido. Pronto dejó de verlo.

Antes de que tuviera tiempo de pensar en descender, la puerta se cerró herméticamente, aislándola dentro del carro entre decenas de cuerpos que le daban lo mismo, sola en el tumulto e invadida por un repentino temor, a ese y a todos los abandonos que preveía de ahí en adelante.

Pronto comenzaron a esfumarse la tibieza en su cuello y el recuerdo de aquel contacto en la espalda. Y como un reflejo, como un homenaje para eternizarlo, introdujo su propia mano en el bolsillo y trató de darle las dimensiones de la otra mano, imaginándola grande y omnipotente, sabia y conocedora de todos los pliegues de su piel. Pero al hacerlo encontró un pequeño papel, un mensaje arrugado y húmedo de sudor. No quiso leerlo de inmediato, pero el resto del viaje lo sostuvo con fuerza por temor a que desapareciera, e intentó imaginar lo que habría escrito en él.

Sentía miedo; tanto de no ver nunca más al hombre, como de que en el papel hubiera una proposición para volver a encontrarse. Y era ese miedo el que le impedía leerlo mientras pensaba deshacerse de él en el primer basurero que viera. Quiso pensar que no era una nota, sino un papel inútil que ella misma había puesto allí, sin querer, y tuvo que contener el impulso de arrojarlo por la ventana antes de salir de dudas. Pero la venció la curiosidad y al desdoblarlo vio que en él no había más que una fecha, una hora y una dirección, firmadas con un nombre que podía no ser el verdadero: Esteban.

Todo lo demás estaba en sus manos. El no sabía nada de ella, no podía buscarla ni perseguirla, y probablemente no volverían a cruzarse nunca viajando en el metro, así como no se habían encontrado hasta entonces. Pero eso no podía asegurarlo. Tal vez él viajaba siempre a su lado y ella no había reparado en él; de hecho aún no lo había visto, y ella solía abstraerse en el metro. Tal vez la había estado mirando desde hacía tiempo, todos los días, y conocía el destino y el horario de cada uno de sus viajes.

Por otro lado, era iluso pensar que él no hubiera visto más que su nuca. Cayó en cuenta de que pudo haber distinguido claramente su rostro en el reflejo del vidrio, y se arrepintió de no haber intentado, por el desconcierto y la agitación, verlo a él. Tuvo la esperanza de haber disimulado lo que sentía, y de que él no hubiera captado en su rostro estático los ribetes del placer, ciertas muecas mínimas que no pudo evitar.

En el mundo ya no hay hombres que pidan matrimonio con un ramo de flores en el alero de la puerta, pensó mientras salía a la calle; y pensó también que, si no iba, vería esfumarse lo que podía ser la única oportunidad de salir de su tan defendida (y ridícula, le pareció ahora) piel intacta. Cárcel intacta, se dijo.

Quiso llegar antes, para reconocer el sitio y no sentirse incómoda; para encontrarse con él ya tranquila, preparada, vencida la inquietud inicial, y con el tiempo a su favor para aventajarlo en ganas. La vereda estaba limpia y la puerta no tenía ningún aviso llamativo. Al lado había un estacionamiento con una cortina que no dejaba ver los autos ni sus patentes. Eso, inexplicablemente, le inspiró confianza y, aunque nunca antes había estado en un lugar así, no le resultó del todo ajeno. Prefirió entrar, pa¬ra no llamar la atención de nadie, antes de arrepentirse. Pero una vez adentro comprendió que era extraño estar ahí sola y, cuando se le acercó la mujer encargada de los cuartos pensó decir que esperaba a un amigo, dar su nombre, que lo hicieran pasar cuando llegara, que le indicaran donde lo aguardaba. Entonces, él entraría en cualquier momento, sin golpear, pensó, y ella tendría que ostentar ante sus ojos una seguridad que todavía no se sentía capaz de fingir; tendría que invitarlo a pasar como a su propia casa. Improvisó cualquier cosa, le dijo a la mujer que ella misma subiera apenas llegara un hombre sin compañía que dijera llamarse Esteban, y que golpeara, para luego esperar un momento antes de hacerlo pasar. Temió que le preguntaran por su aspecto, para poder reconocerlo, pero no fue así. La empleada simplemente asintió y la condujo a la puerta del fondo del pasillo. Tal vez le bastara saber su nombre, pensó, o tal vez lo conociera por otras veces, por innumerables otras veces. Prefirió no pensar en eso.

A medida que se internaba en el pasillo tuvo la impresión de que los colores se hacían más oscuros, adquiriendo una viscosa profundidad. Le pareció oír respiraciones entrecortadas, murmullos; le pareció ver cierta humedad en los muros y ser alcanzada, cada vez que pasaba junto a una puerta, por un aire tibio que se escapaba por las rendijas. Apuró el paso para ir a resguardarse tras la mujer. Por un momento pensó pedirle que entrara con ella, contárselo todo, que la aconsejara, pero logró controlarse y musitó un débil agradecimiento cuando ella la dejó de pie en el umbral, con la puerta abierta. Le indicó, con un gesto, que se fuera. No quería que nadie la viera descubriendo ese espacio, nadie debía constatar sus reacciones. Y sobre to¬do, deseaba poder irse si se arrepentía.

Permaneció inmóvil un momento. Luego buscó a tientas un interruptor en la pared y, al pulsarlo, todo se iluminó de rojo, envolviéndola en un calor nuevo, en una intimidad que la golpeaba desde todos los rincones de la habitación y se multiplicaba en cada uno de los espejos, ubicados estratégicamente alrededor de la cama. Cerró la puerta a sus espaldas, temiendo que alguien pudiera escuchar sus latidos, que golpeaban a un ritmo que le pareció estridente. Se quedó un momento así, de pie observando cada detalle. Fijó la vista en la cama y creyó distinguirlo ahí, desgarbado, desnudo, las piernas abiertas y el rostro lascivo, en un gesto grotesco. Quiso irse, pero comprendió que no era otra cosa que su miedo, la ignorancia, cualquier excusa para eternizar esa condición que la protegía de todos los peligros, pero que ya no servía para nada.

Caminó tranquilamente hacia la cama, en el centro de la pieza, pero, a medida que lo hacía, el rojo iba poniéndose cada vez mas intenso, casi tangible, y delineaba un universo de bocas, lenguas, lóbulos. Tocó la cama, la alfombra, los muebles, y en sus texturas sintió vida, humedad, sintió carne, latidos, calor. Cerró los ojos y pudo percibir cómo se le erizaba cada centímetro de la piel, cómo se le abrían los poros, dispuestos a recibir todo lo que él pudiera darle esa noche. Se detuvo, inquieta por la intensidad de esa sensación, y para conservarla intacta se sentó en una esquina de la cama, presionando más de lo necesario y sintiendo el escalofrío, teniéndolo a él antes de su llegada, imaginándolo adentro, incorporando sus vaivenes, el ancho que suponía a sus caderas, el contacto húmedo de su vientre, el ritmo progresivo de la respiración en su cuello, en su frente, en su boca. Con urgencia empezó a musitar todo aquello que había pensado decirle, transmitirle, sudándole las palabras, empapándolo con años de deseo acumulado. Cientos de espejos le devolvían su propia imagen, que le pareció distinta. Le gustó ver su rostro así, las pupilas más dilatadas y los labios engrosados y oscuros, humedecidos por su aliento. Lentamente abrió las piernas para ver, por primera vez, el camino real hacia su sexo, una profundidad oscura e in¬vitante; invitante incluso para ella. Se tendió de espaldas sobre el cubrecamas satinado, intentando controlar sus latidos y sin dejar de sorprenderse por todo el aire que consumía al respirar. Sin pensarlo, deslizó su mano hasta los muslos, buscando mas allá de las ligas que la presionaban desvergonzadamente. Encontró una piel suave y húmeda, tal como lo había imaginado a él, durante esos días, y ese contacto la alteró tanto como las veces que intentó reconstruirlo, revivir sus caricias, la tibieza del aire sobre su cuello, las dimensiones exactas de su mano. Todo resultaba un diálogo, como con el espejo: la sensación de piel sobre los dedos la hacía desear más contacto, más presión, y con la memoria reconstruyó ahora sus propias pausas, un persistente ir y venir que recorría entero su sexo, mientras llevaba la otra mano a sus labios y luego, por entre los botones de la blusa, hasta su pezón, mas allá del sostén de encaje, humedeciéndolo, sintiendo la pequeña erección que en su fantasía le regalaba a él para que pudiera recogerla entre sus dientes o con las yemas de sus dedos, para luego bajar la cabeza hasta sus mus¬los y quedarse allí, ella jadeante, ansiosa, agradeciéndole la lengua entre las piernas, su presión incesante en el vientre, esa rodilla que la abrió en aquel encuentro fortuito, las caricias en la espalda, un beso en la nuca mientras el ir y venir no cesa, no cesa, no cesa, sintiendo ella que le van a estallar uno a uno los botones de la blusa, que va a fundirse la mano con la piel ansiosa, que contiene dentro suyo todo el aire que es posible respirar, que ella misma se va haciendo roja como la alfombra, la luz, los labios, la carne que continúa, la eterniza, las manos húmedas, viscosas, un extraño elixir que vierte sobre el encaje para que él lo beba, que le regala sin condiciones hasta agotarlo, empaparlo, hasta que por fin sube, los ojos fijos, gime, el cuerpo tenso, respira, se curva, lame los dedos húmedos, se contrae, se eleva. Muere.

Los latidos volvieron a calmarse y de pronto ella oyó bocinas sordas desde la calle. Una gota de sudor se deslizaba por la ranura del escote; los pechos se erguían como queriendo traspasar la tela. Miró a su alrededor creyendo, por un momento, que lo encontraría al otro lado de la cama, desnudo y agotado. Estaba sola. Lentamente se sentó, sintiendo que su fuerza había quedado suspendida en el aire y ahora se le filtraba por la piel, de regreso.

No lo pensó demasiado. Tomó el mismo mensaje con que él la había citado y, bajo su escritura firme, anotó "Gracias" con letras grandes y redondas. Dejó el papel en un lugar visible, justo en el centro del enorme colchón, y arreglándose la falda apuró el paso para salir sin que nadie lo notara y alcanzar el último bus de la noche.







Cuentos de Roberto Bolaño

Días de 1978


Roberto Bolaño

En cierta ocasión B asiste a una fiesta de chilenos exiliados en Europa. B acaba de llegar de México y no conoce a la mayoría de los asistentes. La fiesta, en contra de las expectativas de B, es familiar: los invitados están unidos no sólo por lazos de amistad, sino también por lazos de parentesco. Los hermanos bailan con las primas, las tías con los sobrinos, el vino corre en abundancia.

En determinado momento, posiblemente al amanecer, un joven se encara con B utilizando un pretexto cualquiera. La discusión es lamentable e inevitable. El joven, U, hace gala de una bibliografía demencial: confunde a Marx con Feuerbach, al Che con Franz Fanon, a Rodó con Mariátegui, a Mariátegui con Gramsci. La hora de la discusión, por lo demás, no es la más apropiada, las primeras luces de Barcelona suelen enloquecer a algunos trasnochadores, a otros los dotan de una frialdad de ejecutores. Esto no lo digo yo, esto lo piensa B y consecuentemente sus respuestas son gélidas, sarcásticas, un casus belli más que suficiente para las ganas de pelear que tiene U. Pero cuando la pelea ya es inminente, B se levanta y rehúsa el enfrentamiento. U lo insulta, lo desafía, golpea la mesa (y tal vez la pared) con el puño. Todo inútil.

B no le hace caso y se marcha.

Aquí podría terminar la historia. B detesta a los chilenos residentes en Barcelona aunque él, irremediablemente, es un chileno residente en Barcelona. El más pobre de los chilenos residentes en Barcelona y también, probablemente, el más solitario. O eso cree él. En su memoria el incidente se asemeja, más que nada, a una pelea de liceo. La violencia de U, sin embargo, lo lleva a sacar amargas conclusiones, pues U ha militado y tal vez aún milita en uno de los partidos de izquierda que B contemplaba, en aquella época, con más simpatía. La realidad, una vez más, le ha demostrado que la demagogia, el dogmatismo y la ignorancia no son patrimonio de ningún grupo concreto.

Pero B olvida o trata de olvidar el incidente y sigue viviendo.

De forma vaga, como si hablaran de un muerto, periódicamente le llegan noticias de U. En el fondo, B preferiría no saber nada, pero si uno frecuenta a ciertas personas es imposible no enterarse de lo que ocurre alrededor o de lo que la gente cree que ocurre. Así, B sabe ahora que U ha obtenido la nacionalidad española o que U asistió una noche, acompañado por su mujer, a un concierto de un grupo folklórico chileno. Es más, por un segundo B imagina a U y a la mujer de U sentados en un teatro que paulatinamente se va llenando de gente, a la espera de que suba el telón y aparezca el grupo folklórico, tipos de pelo largo y con barba, iguales, en cierto modo, que U, e imagina también a la mujer de U, a la que sólo ha visto una vez y que le parece guapa, con un punto de extrañeza, una mujer que está en otra parte, que saluda (como saludó a B en aquella fiesta) desde otra parte y que mira el telón, que aún no se levanta, y a su marido, desde otra parte, un lugar informe tamizado por sus ojos grandes y plácidos. ¿Pero cómo puede tener esa mujer los ojos plácidos?, piensa B. No hay respuesta.

Una noche, sin embargo, llega una respuesta, aunque no la respuesta que B esperaba. Mientras cena con una pareja de chilenos B se entera de que U está internado en un psiquiátrico tras haber intentado matar a su mujer.

Tal vez esa noche B ha bebido demasiado. Tal vez la historia que cuenta la pareja de chilenos está exagerada hasta niveles caricaturescos. Pero lo cierto es que B escucha el relato de las adversidades de U con sumo placer, y luego, imperceptiblemente, con una sensación de victoria, una victoria irracional, mezquina, en la que entran en escena todas las sombras de su rencor y también de su desencanto. Imagina a U corriendo por una calle vagamente chilena, vagamente latinoamericana, aullando o profiriendo gritos, mientras a los lados los edificios comienzan a humear, sostenidamente, aunque en ningún momento es posible discernir ni una sola llama.

A partir de entonces B, cada vez que se encuentra con esta pareja de chilenos, indefectiblemente pregunta por U y así se entera, de forma paulatina, como si las noticias, para su secreta satisfacción, se fueran escanciando cada quincena o cada mes, de que U ha salido del psiquiátrico, de que U ya no trabaja, de que la mujer de U no lo ha abandonado (algo que a B le parece francamente heroico), de que en ocasiones U y su mujer hablan de volver a Chile. A la pareja de amigos chilenos, por supuesto, la idea de volver a Chile les resulta seductora. A B le parece una idea atroz. ¿Pero U no era de izquierdas?, pregunta. ¿Pero U no era del MIR?

Aunque no lo dice, B compadece a la mujer de U. ¿Por qué una mujer como ésa se ha enamorado de un tipo como aquél? En alguna ocasión, incluso, los imagina haciendo el amor. U es alto y rubio y sus brazos son fuertes. Si aquella noche hubiéramos peleado, piensa, yo habría perdido. La mujer de U es delgada, tiene las caderas estrechas y el pelo negro. ¿De qué color son sus ojos?, piensa B. Verdes. Unos ojos muy bonitos. En ocasiones a B le da rabia pensar en U y en su mujer, si pudiera, si fuera posible, los olvidaría para siempre (¡sólo los ha visto una vez!), pero lo cierto es que la imagen de ambos, enmarcada en aquella fiesta lamentable, perdura en su memoria de forma misteriosa, como si estuviera allí para decirle algo, algo que es importante, pero que B, por más vueltas que le da, no sabe qué es.

Una noche, mientras pasea por las Ramblas, encuentra de casualidad a sus amigos chilenos. Éstos van acompañados por U y por la mujer de U. Inevitablemente tiene que saludarlos. La mujer de U le sonríe y su saludo se podría considerar efusivo. U, por el contrario, apenas le dirige la palabra. Por un instante B piensa que U se está haciendo el tímido o el distraído. En su actitud no percibe, sin embargo, el menor signo de agresividad. De hecho, es como si U lo viera por primera vez. ¿Está fingiendo? ¿Este desinterés es natural o es producto de su brote psicótico? La mujer de U, como si quisiera atraer la atención de B, habla de un libro que acaba de comprar en uno de los quioscos de las Ramblas. Exhibe el libro, se lo muestra, le pregunta qué opinión le merece el autor. B confiesa, a su pesar, que no lo ha leído. Tienes que leerlo, dice la mujer de U, y luego añade: si quieres, cuando lo termine, te lo presto. B no sabe qué decir. Se encoge de hombros. Balbucea un sí que no lo compromete a nada.

Al despedirse la mujer de U lo besa en la mejilla. U le da un apretón de manos. Nos veremos pronto, dice.

Cuando se queda solo, B piensa que U ya no le parece tan alto ni tan fuerte como en la fiesta, de hecho es sólo un poco más alto que él. La imagen de su mujer, por el contrario, ha crecido y ha ganado brillo hasta un nivel insospechado. Esa noche a B, por motivos ajenos a este encuentro, le cuesta conciliar el sueño y en un momento de su insomnio vuelve a pensar en U.

Lo imagina en el psiquiátrico de Sant Boi, lo ve atado a una silla, retorciéndose de rabia mientras unos médicos (o la sombra de unos médicos) le aplican electrodos a la cabeza. Un tratamiento de esa naturaleza, piensa, tal vez pueda empequeñecer a una persona alta. Todo parece absurdo. Antes de quedarse dormido se da cuenta de que su deuda con U ya está saldada.

Sin embargo la historia no ha acabado.

B lo sabe. Y sabe también que su historia con U no es una vulgar historia de rencores.

Pasan los días. Al principio B intenta, con un impulso que tiene algo de autodestructivo, encontrar a U, a la mujer de U, y para tal fin visita, como nunca lo había hecho, las casas de los chilenos exiliados en Barcelona que conoce, y oye sus problemas, sus comentarios sobre la cotidianidad con una mezcla de horror e indiferencia que disfraza detrás de una mirada de aparente interés, pero U y su mujer nunca están, nadie los ha visto, todos, por supuesto, tienen algo que contar, alguna opinión pertinente que emitir sobre la desgracia que planea sobre ellos, pero lo único cierto, concluye B al cabo de tantas visitas y monólogos, es que U y su mujer evitan la sociedad de sus iguales. Después el impulso pierde potencia, se agota, y B regresa a sus costumbres.

Un día, sin embargo, encuentra a la mujer de U en el mercado de la Boquería. La ve desde lejos. Va acompañada por una chica a la que B no conoce. Están detenidas junto a un puesto de frutas exóticas. Mientras se acerca a ellas observa que el rostro de la mujer de U ha ganado en profundidad. Ya no es sólo una mujer hermosa sino que ahora parece, también, una mujer interesante. Las saluda. La respuesta de la mujer de U es distante, como si no lo reconociera. Durante un segundo B piensa que, en efecto, no lo ha reconocido, y procede a presentarse. Le recuerda la última vez que se vieron, el libro que ella le recomendó, incluso habla de la malhadada fiesta en donde se conocieron. La mujer de U asiente a todo lo que B dice, pero en sus gestos se percibe una desgana en aumento, como si su más ferviente deseo fuera que B desapareciera. Confundido, B sigue junto a ellas, aunque en su fuero interno sabe que lo mejor sería despedirse inmediatamente. En el fondo B espera algo, una señal, una palabra que certifique su equivocación. Pero la señal no llega. La mujer de U intenta no verlo. La otra mujer, por el contrario, lo observa con detenimiento y a esa mirada B se aferra como a un clavo ardiendo. La amiga de la mujer de U se llama K y no es chilena sino danesa. Su español es malo pero inteligible. No hace mucho que vive en Barcelona y apenas conoce la ciudad. B se ofrece a mostrársela. K acepta.

Así que esa misma noche B se encuentra con la danesa y pasean por el barrio gótico (él sin saber muy bien por qué está haciendo lo que está haciendo, ella feliz y un poco bebida pues han visitado ya un par de viejas tabernas) y hablan y K lo hace fijarse con más detenimiento en las sombras que proyectan sus cuerpos sobre los viejos muros, sobre las calles adoquinadas. Son sombras que tienen vida propia, dice K. En un primer instante B apenas le presta atención. Pero luego observa su sombra, o tal vez sea la sombra de la danesa, y por un segundo tiene la impresión de que esa silueta oscura y alargada lo mira de reojo. Siente un sobresalto. Después los tres, o los cuatro, se hunden en una oscuridad informe.

Esa noche duerme con K. La danesa estudia antropología con la mujer de U y aunque no es lo que se dice una amiga íntima (de hecho, sólo son compañeras de universidad), cuando empieza a amanecer se pone a hablar de ella, tal vez porque es la única persona que ambos conocen. Poco es lo que B saca en limpio. La información de K abunda en lugares comunes. Es una buena persona, siempre dispuesta a hacer un favor, es una estudiante inteligente (¿qué quiere decir eso?, piensa B, que no ha ido nunca a la universidad), aunque, y esto lo afirma sin ninguna prueba, basándose únicamente en su intuición femenina, está llena de problemas.

¿Qué clase de problemas?, pregunta B. No lo sé, dice K, problemas de todo tipo.

Pasan los días. B deja de buscar a U o a la mujer de U en las casas de los chilenos exiliados en Barcelona. Cada dos o tres días se ve con K y hacen el amor, pero ya no hablan de la mujer de U y las raras veces que K la saca a colación, B se hace el desentendido o procura escuchar a su amiga con distancia y displicencia, procurando, sin que le cueste demasiado, ser objetivo, como si K hablara de antropología social o de la sirenita de Copenhague. Vuelve a su cotidianidad que es una manera de decir que vuelve a su propia locura o a su propio aburrimiento. Con K, por otra parte, no hace vida social, lo que lo exime de cualquier encuentro no deseado o dictado por el azar.

Un día, después de mucho tiempo sin ir a verlos, sus pasos lo llevan a la casa de la pareja de chilenos que son sus amigos.

B espera encontrarlos sólo a ellos, B espera cenar con ellos y para tal fin se presenta con una botella de vino. Al llegar la casa está virtualmente tomada. Allí están sus amigos, pero también hay otra chilena, una mujer mayor, de unos cincuenta años, que se gana la vida echando las cartas del tarot, y una chica de unos dieciséis años, pálida y desabrida, con fama entre el círculo de exiliados de ser una lumbrera (fama que a la postre resultó infundada), hija de un dirigente obrero asesinado por la dictadura, y el novio de esta chica, un dirigente comunista catalán por lo menos veinte años mayor que ella, y también está la mujer de U, con las mejillas rojas y en los ojos las señales de haber llorado, y en la sala, sentado en un sillón, como si no supiera qué ocurre, U.

El primer impulso de B es marcharse de inmediato con su botella de vino. Pero se lo piensa mejor (aunque la verdad es que no halla motivos para permanecer allí) y se queda.

La atmósfera que se respira en la casa de sus amigos es fúnebre. El ambiente, los movimientos que se registran, son de conciliábulo, pero no de conciliábulo general, sino de conciliábulos en petit comité o conciliábulos fragmentados en las diferentes habitaciones de la vivienda, como si una conversación entre todos estuviera vedada por motivos indecibles que todos acatan. La bruja y la dueña de la casa están encerradas en el estudio del dueño de la casa. La chica pálida, el dueño de la casa y la mujer de U están encerrados en la cocina. El novio de la chica pálida y la dueña de la casa están encerrados en el dormitorio. La mujer de U y la chica pálida están encerradas en el baño. La bruja y el dueño de casa están encerrados en el pasillo, lo que ya es mucho decir. ¡Incluso en uno de los vaivenes el propio B se ve a sí mismo encerrado en la habitación de invitados con la dueña de la casa y la chica pálida mientras escucha a través del tabique la voz aguda de la bruja que habla o salmodia una advertencia a la mujer de U, ambas encerradas en el patio trastero!

El único que permanece sentado en un sillón, en la sala, durante todo el rato, como si la agitación no fuera con él o proviniera de un mundo ilusorio, es U. Y hacia allá se dirige B después de escuchar un caudal de informaciones confusas, cuando no contradictorias, de las cuales lo único que le ha quedado claro es que U, esa misma mañana, ha intentado suicidarse.

En la sala U lo saluda con un gesto que no se puede considerar amistoso pero tampoco agresivo. B se sienta en un sillón colocado enfrente del sillón de U. Durante un rato ambos permanecen en silencio, mirando el suelo, observando el ir y venir de los demás, hasta que B se da cuenta de que U tiene la televisión encendida, sin sonido, y que parece interesado en el programa.

Nada hay en el rostro de U que delate a un suicida o un intento de suicidio, piensa B. Al contrario, en su rostro es dable percibir una serenidad desconocida o que al menos B desconocía. La cara de U, en su memoria, se ha quedado fija en la cara que tenía el día de la fiesta, una cara sanguínea, atrapada entre el miedo y el rencor, o la cara de cuando lo encontró en las Ramblas, una máscara inexpresiva (aunque tampoco pueda decirse que ahora su cara sea excesivamente expresiva) tras la cual se escondían los monstruos del miedo y el rencor. El rostro de ahora le parece lavado. Como si U hubiera permanecido durante horas o tal vez días sumergido en el lecho de un río de flujo poderoso. Sólo la televisión sin sonido y sus ojos secos que siguen cuidadosamente los movimientos que se suceden en la pantalla (mientras en la casa se escuchan los murmullos de los chilenos que discuten de forma estéril sobre la posibilidad de internarlo otra vez en Sant Boi) le proporcionan a B la certeza de que, efectivamente, allí ocurre algo extraordinario.

Y luego se desata (o más propiamente se desprende) un movimiento en apariencia insignificante, un movimiento claramente de reflujo: B observa, sin moverse del sillón en que está sentado, cómo todos los que hasta hace un momento discutían y parlamentaban en pequeños grupos se dirigen en fila india hacia el dormitorio de los dueños de la casa, excepto la chica pálida, la hija del dirigente sindical asesinado, que en un gesto que no sabe si considerar de rebeldía, de aburrimiento o de vigilancia, se instala en la sala, en una silla no muy alejada del sillón en donde U ve la tele. La puerta del dormitorio se cierra. Se acaban los ruidos en sordina.

Tal vez ése hubiera sido un buen momento para marcharse, piensa B. En lugar de eso lo que hace es abrir la botella de vino y ofrecerle un vaso a la chica pálida, que lo acepta sin pestañear, y a U, que sólo bebe un sorbito, como para no hacerle un desprecio a B, pero que en realidad no tiene ganas o no puede beber. Y entonces, mientras beben o fingen que beben, la chica pálida se larga a hablar y les cuenta la última película que ha visto, muy mala, dice, y luego les pregunta si ellos han visto alguna que esté bien y que se la puedan recomendar. La pregunta, en realidad, es retórica. La chica pálida, al formularla, lo que está haciendo es sugerir una jerarquía en la cual ella reina en uno de los lugares más altos. No carece de delicadeza. En la pregunta asimismo está implícita la voluntad (su voluntad, pero también una voluntad superior, ajena a todos salvo al buen azar) de considerar a B y a U parte de esa jerarquía, lo que no deja de ser una muestra palpable de su sentido integrador, incluso en circunstancias como aquélla.

U abre la boca por primera vez y dice que hace mucho que no va al cine. Contra lo que B hubiera esperado, el timbre de su voz es perfectamente normal. Bien modulado, con un tono que transparenta una leve tristeza, un tono chileno, un tono piramidal que no desagrada a la chica pálida ni habría desagradado a los que están encerrados en el dormitorio si hubieran tenido la ocasión de escucharlo. Ni siquiera desagrada a B, a quien ese tono le trae resonancias extrañas, una película en blanco y negro y muda en la que de pronto todos se ponen a gritar de forma incomprensible y ensordecedora mientras en el centro del objetivo una estría roja comienza a formarse y extenderse por el resto de la pantalla. Esta visión o esta premonición, si podemos llamarla así, pone tan nervioso a B que, sin quererlo, abre la boca y dice que él sí que ha visto recientemente una película y que la película es muy buena.

Y acto seguido (aunque en el fondo lo que desea es levantarse de ese sillón y salir de la sala y de la casa y alejarse de ese barrio) se pone a contar la película. Se la cuenta a la chica pálida, que lo escucha con una expresión de disgusto y de interés en el rostro (como si el disgusto y el interés fueran indisociables), pero en realidad a quien se la está contando es a U, o eso es lo que, en medio de sus palabras torpes y rápidas, la conciencia de B cree.

En su memoria esta película está marcada a fuego. Aún hoy la recuerda incluso en pequeños detalles. En esa época la acababa de ver, así que su narración debió de ser, por lo menos, vivida. La película cuenta la historia de un monje pintor de iconos en la Rusia medieval. A través de las palabras de B van desfilando los señores feudales, los popes, los campesinos, las iglesias quemadas, las envidias y la ignorancia, las fiestas y un río de noche, las dudas y el tiempo, la certeza del arte, la sangre que es irremediable. Tres personajes aparecen como figuras centrales, si no en la película, sí en la narración que de la película rusa hace este chileno en una casa de chilenos, enfrente del sillón de un chileno suicida frustrado, en una suave tarde de primavera en Barcelona: el primer personaje es el monje pintor; el segundo personaje es un poeta satírico, en realidad una especie de beatnik, un goliardo, un tipo pobre y más bien ignorante, un bufón, un Villon perdido en las inmensidades de Rusia a quien el monje, sin pretenderlo, hace apresar por los soldados; el tercer personaje es un adolescente, el hijo de un fundidor de campanas, quien tras una epidemia afirma haber heredado los secretos paternos en aquel difícil arte. El monje es el artista integral e íntegro. El poeta caminante es un bufón pero en su rostro se concentra toda la fragilidad y el dolor del mundo. El adolescente fundidor de campanas es Rimbaud, es decir, es el huérfano.

El final de la película, dilatado como un nacimiento, es el proceso de fundición de la campana. El señor feudal quiere una campana nueva, pero una plaga ha diezmado a la población y ha muerto el fundidor. Los hombres del señor feudal van a buscarlo pero sólo encuentran una casa en ruinas y al único sobreviviente, su hijo. El adolescente los intenta convencer de que él sabe cómo se hace una campana. Tras algunas dubitaciones, los esbirros del señor se lo llevan consigo no sin antes advertirle que pagará con su vida si la campana sale defectuosa.

El monje, que voluntariamente ha dejado de pintar y que se ha impuesto el voto de silencio, pasa de vez en cuando por el campo en donde los trabajadores están construyendo la campana. El adolescente a veces lo ve y se burla de él (el adolescente se burla de todo). Le hace preguntas que el monje no contesta. Se ríe de él. En los alrededores de la ciudad amurallada, a la par que avanza el proceso de construcción de la campana va creciendo una especie de romería popular a la sombra de los andamiajes de los trabajadores. Una tarde, mientras pasa por allí en compañía de otros monjes, el monje pintor se detiene para escuchar a un poeta, que resulta ser el beatnik al que por su culpa, hace muchos años, encarcelaron. El poeta lo reconoce y le echa en cara su pasada acción, y le relata, con palabras brutales y con palabras infantiles, las penalidades que ha pasado, lo cerca que ha estado, día a día, de la muerte. El monje, fiel a su voto de silencio, no le contesta, aunque por la forma en que lo mira uno se da cuenta de que lo asume todo, lo que le toca y lo que no le toca, y que le pide perdón. La gente mira al poeta y al monje y no entiende nada, pero le ruegan al poeta que siga contándoles historias, que deje al monje en paz y que continúe haciéndolos reír. El poeta está llorando, pero cuando se vuelve a su auditorio recobra el buen humor.

Y así pasan los días. A veces el señor feudal y sus nobles se acercan a la improvisada fundición para ver los trabajos de la campana. No hablan con el adolescente sino con un esbirro del señor feudal que sirve de intermediario. También pasa el monje y observa, con interés creciente, los trabajos. El interés del monje ni el propio monje lo comprende. Por otra parte, la cuadrilla de artesanos que está a las órdenes del adolescente se preocupa por éste. Lo alimentan. Bromean con él. Con el trato diario le han cogido afecto. Y por fin llega el gran día. Levantan la campana. Alrededor del andamiaje de madera desde donde cuelga y desde donde se la hará tañer por primera vez se reúne todo el mundo. El pueblo entero ha salido al otro lado de la muralla. El señor feudal y sus nobles e incluso un joven embajador italiano, al que los rusos le parecen unos salvajes, esperan. También el monje, confundido entre la multitud, espera. Tocan la campana. El repique es perfecto. Ni la campana se quiebra ni el sonido se apaga. Todos felicitan al señor feudal, incluso el italiano. El pueblo está de fiesta.

Cuando todo acaba, en lo que antes era una romería y ahora es un gran espacio lleno de escombros, sólo quedan dos personas junto a la abandonada fundición, el adolescente y el monje. El adolescente está sentado en el suelo y llorando a moco tendido. El monje está de pie junto a él y lo observa. El adolescente mira al monje y le dice que su padre, ese cerdo borracho, jamás le enseñó el arte de la construcción de campanas, que prefirió morirse llevándose el secreto consigo, que él aprendió solo, mirándolo. Y luego sigue llorando. Entonces el monje se agacha y rompiendo un voto de silencio que había jurado iba a ser de por vida, le dice: ven conmigo al monasterio, yo volveré a pintar y tú harás campanas para las iglesias, no llores más.

Y ahí acaba la película.

Cuando B deja de hablar, U está llorando.

La chica pálida está sentada en la silla y mira algo por la ventana, tal vez sólo la noche. Debe de ser una buena película, dice, y sigue mirando algo que B no ve. Entonces U se bebe de un solo trago su vaso de vino y le sonríe a la chica pálida y luego a B y esconde la cabeza entre las manos. La chica pálida se levanta en silencio y cuando vuelve viene acompañada por la mujer de U y por la dueña de la casa. La mujer de U se arrodilla junto a U y le acaricia el pelo. El dueño de la casa y la bruja se asoman por el pasillo, sin decir nada, hasta que la bruja ve la botella de vino olvidada sobre la mesa y se sirve una copa.

Ese gesto es como un pistoletazo de salida. Todos proceden a llenarse una copita de vino. La bruja hace un brindis. El dueño de la casa hace un brindis. La chica pálida hace un brindis. Cuando B quiere llenar otra vez su vaso ya no queda más vino. Adiós, les dice a los dueños de la casa. Y se va.

Sólo cuando llega al portal (al portal que está oscuro y a la calle que lo aguarda) se da cuenta de que no le contó a U la película, sino a sí mismo.

Aquí debería acabar este relato, pero la vida es un poco más dura que la literatura.

B ya no vuelve a ver a U ni a la mujer de U. De hecho, B ya no necesita a U ni al fantasma radiante que su imagen derruida le sugería. Un día, sin embargo, se entera de que U ha ido a París a visitar a un antiguo compañero de partido. El viaje no lo ha realizado solo. U parte acompañado por otro chileno. Viajan en tren. Poco antes de llegar a París U se levanta sin decir nada y ya no vuelve a su compartimento. El compañero se despierta cuando el tren se pone en marcha. Busca a U y no lo encuentra. Tras hablar con el revisor concluye que U se ha bajado en la estación que acaban de dejar atrás. A esa misma hora, de madrugada, el teléfono suena en casa de U. Cuando su mujer por fin se despierta y se levanta y va hasta la sala, el teléfono deja de sonar. Poco después suena el teléfono en casa de un amigo, quien sí levanta el auricular a tiempo y puede hablar con U. Éste le dice que está en un pueblo francés que no conoce, que iba a París pero que de improviso, inexplicablemente, se le fueron las ganas, y que ahora se dispone a volver a Barcelona. El amigo le pregunta si tiene dinero. U contesta afirmativamente. Según este amigo, U parece tranquilo, incluso aliviado de haber tomado esta decisión. Así que el tren en el que iba U sigue su viaje a París, hacia el norte, y U comienza a caminar por el pueblo, hacia el sur, como si de pronto se hubiera quedado dormido y quisiera volver a Barcelona caminando.

No vuelve a telefonear.


Junto al pueblo hay un bosque. En algún momento de la noche U abandona el camino y se interna en el bosque. Al día siguiente un campesino lo encuentra colgando de un árbol, ahorcado con su propio cinturón, una empresa no tan fácil como a simple vista puede parecer. El pasaporte, los demás papeles de U, el carnet de conducir, la cartilla de la Seguridad Social, los gendarmes los localizan esparcidos lejos del cadáver, como si U los hubiera arrojado mientras caminaba por el bosque o como si los hubiera intentado esconder.






El Policía de las Ratas


Por Roberto Bolaño

                          
Para Roberto Amutio y Chris Andrews



Me llamo José, aunque la gente que me conoce me llama Pepe, y algunos, generalmente los que no me conocen bien o no tienen un trato familiar conmigo, me llaman Pepe el Tira. Pepe es un diminutivo cariñoso, afable, cordial, que no me disminuye ni me agiganta, un apelativo que denota, incluso, cierto respeto afectuoso, si se me permite la expresión, no un respeto distante. Luego viene el otro nombre, el alias, la cola o joroba que arrastro con buen ánimo, sin ofenderme, en cierta medida porque nunca o casi nunca lo utilizan en mi presencia. Pepe el Tira, que es como mezclar arbitrariamente el cariño y el miedo, el deseo y la ofensa en el mismo saco oscuro. ¿De dónde viene la palabra Tira? Viene de tirana, tirano, el que hace cualquier cosa sin tener que responder de sus actos ante nadie, el que goza, en una palabra, de impunidad. ¿Qué es un tira? Un tira es, para mi pueblo, un policía. Y a mí me llaman Pepe el Tira porque soy, precisamente, policía, un oficio como cualquier otro pero que pocos están dispuestos a ejercer. Si cuando entré en la policía hubiera sabido lo que hoy sé, yo tampoco estaría dispuesto a ejercerlo. ¿Qué fue lo que me impulsó a hacerme policía? Muchas veces, sobre todo últimamente, me lo he preguntado, y no hallo una respuesta convincente.
Probablemente fui un joven más estúpido que los demás. Tal vez un desengaño amoroso (pero no consigo recordar haber estado enamorado en aquel tiempo) o tal vez la fatalidad, el saberme distinto de los demás y por lo tanto buscar un oficio solitario, un oficio que me permitiera pasar muchas horas en la soledad más absoluta y que, al mismo tiempo, tuviera cierto sentido práctico y no constituyera una carga para mi pueblo.
Lo cierto es que se necesitaba un policía y yo me presenté y los jefes, tras mirarme, no tardaron ni medio minuto en darme el trabajo. Alguno de ellos, tal vez todos, aunque se cuidaban de andar comentándolo, sabían de antemano que yo era uno de los sobrinos de Josefina la Cantora. Mis hermanos y primos, el resto de los sobrinos, no sobresalían en nada y eran felices. Yo también, a mi manera, era feliz, pero en mí se notaba el parentesco de sangre con Josefina, no en balde llevo su nombre. Tal vez eso influyó en la decisión de los jefes de darme el trabajo. Tal vez no y yo fui el único que se presentó el primer día. Tal vez ellos esperaban que no se presentara nadie más y temieron que, si me daban largas, fuera a cambiar de parecer. La verdad es que no sé qué pensar. Lo único cierto es que me hice policía y a partir del primer día me dediqué a vagar por las alcantarillas, a veces por las principales, por aquellas donde corre el agua, otras veces por las secundarias, donde están los túneles que mi pueblo cava sin cesar, túneles que sirven para acceder a otras fuentes alimenticias o que sirven únicamente para escapar o para comunicar laberintos que, vistos superficialmente, carecen de sentido, pero que sin duda tienen un sentido, forman parte del entramado en el que mi pueblo se mueve y sobrevive.
A veces, en parte porque era mi trabajo y en parte porque me aburría, dejaba las alcantarillas principales y secundarias y me internaba en las alcantarillas muertas, una zona en la que sólo se movían nuestros exploradores o nuestros hombres de empresa, la mayor parte de las veces solos aunque en ocasiones lo hacían acompañados por sus familias, por sus obedientes retoños. Allí, por regla general, no había nada, sólo ruidos atemorizadores, pero a veces, mientras recorría con cautela esos sitios inhóspitos, solía encontrar el cadáver de un explorador o el cadáver de un empresario o los cadáveres de sus hijitos. Al principio, cuando aún no tenía experiencia, estos hallazgos me sobresaltaban, me alteraban hasta un punto en el que yo dejaba de parecerme a mí mismo. Lo que hacía entonces era recoger a la víctima, sacarla de los túneles muertos y llevarla hasta el puesto avanzado de la policía en donde nunca había nadie. Allí procedía a determinar por mis propios medios y tan buenamente como podía la causa de la muerte. Luego iba a buscar al forense y éste, si estaba de humor, se vestía o se cambiaba de ropa, cogía su maletín y me acompañaba hasta el puesto. Ya allí, lo dejaba solo con el cadáver o los cadáveres y volvía a salir. Por norma, después de encontrar un cadáver, los policías de mi pueblo no vuelven al lugar del crimen sino que procuran, vanamente, mezclarse con nuestros semejantes, participar en los trabajos, tomar parte en las conversaciones, pero yo era distinto, a mí no me disgustaba volver a inspeccionar el lugar del crimen, buscar detalles que me hubieran pasado desapercibidos, reproducir los pasos que seguían las pobres víctimas o husmear y profundizar, con mucho cuidado, eso sí, en la dirección de la que huían.
Al cabo de unas horas volvía al puesto avanzado y me encontraba, pegada en la pared, la nota del forense. Las causas del deceso: degollamiento, muerte por desangramiento, desgarros en las patas, cuellos rotos, mis congéneres nunca se entregaban sin luchar, sin debatirse hasta el último aliento. El asesino solía ser algún carnívoro perdido en las alcantarillas, una serpiente, a veces hasta un caimán ciego. Perseguirlos era inútil: probablemente iban a morir de inanición al cabo de poco tiempo.
Cuando me tomaba un descanso buscaba la compañía de otros policías. Conocí a uno, muy viejo y enflaquecido por la edad y por el trabajo, que a su vez había conocido a mi tía y que le gustaba hablar de ella. Nadie entendía a Josefina, decía, pero todos la querían o fingían quererla y ella era feliz así o fingía serlo. Esas palabras, como muchas otras que pronunciaba el viejo policía, me sonaban a chino. Nunca he entendido la música, un arte que nosotros no practicamos o que practicamos muy de vez en cuando. En realidad, no practicamos y por lo tanto no entendemos casi ningún arte. A veces surge una rata que pinta, pongamos por caso, o una rata que escribe poemas y le da por recitarlos. Por regla general no nos burlamos de ellos. Más bien al contrario, los compadecemos, pues sabemos que sus vidas están abocadas a la soledad. ¿Por qué a la soledad? Pues porque en nuestro pueblo el arte y la contemplación de la obra de arte es un ejercicio que no podemos practicar, por lo que las excepciones, los diferentes, escasean, y si, por ejemplo, surge un poeta o un vulgar declamador, lo más probable es que el próximo poeta o declamador no nazca hasta la generación siguiente, por lo que el poeta se ve privado acaso del único que podría apreciar su esfuerzo. Esto no quiere decir que nuestra gente no se detenga en su ajetreo cotidiano y lo escuche e incluso lo aplauda o eleve una moción para que al declamador se le permita vivir sin trabajar. Al contrario, hacemos todo lo que está en nuestras manos, que no es mucho, para procurarle al diferente un simulacro de comprensión y de afecto, pues sabemos que es, básicamente, un ser necesitado de afecto. Aunque a la larga, como un castillo de naipes, todos los simulacros se derrumban. Vivimos en colectividad y la colectividad sólo necesita el trabajo diario, la ocupación constante de cada uno de sus miembros en un fin que escapa a los afanes individuales y que, sin embargo, es lo único que garantiza nuestro existir en tanto que individuos. De todos los artistas que hemos tenido o al menos de aquellos que aún permanecen como esqueléticos signos de interrogación en nuestra memoria, la más grande, sin duda, fue mi tía Josefina. Grande en la medida en que lo que nos exigía era mucho, grande, inconmensurable en la medida en que la gente de mi pueblo accedió o fingió que accedía a sus caprichos.
El policía viejo gustaba hablar de ella, pero sus recuerdos, no tardé en darme cuenta, eran ligeros como papel de fumar. A veces decía que Josefina era gorda y tiránica, una persona cuyo trato requería extrema paciencia o extremo sentido del sacrificio, dos virtudes que confluyen en más de un punto y que no escasean entre nosotros. Otras veces, en cambio, decía que Josefina era una sombra a la que él, entonces un adolescente recién ingresado en la policía, sólo había visto fugazmente. Una sombra temblorosa, seguida de unos chillidos extraños que constituían, por aquella época, todo su repertorio y que conseguían poner no diré fuera de sí, pero sí en un grado de tristeza extrema a ciertos espectadores de primera fila, ratas y ratones de quienes ya no tenemos memoria y que fueron acaso los únicos que entrevieron algo en el arte musical de mi tía. ¿Qué? Probablemente ni ellos lo sabían. Algo, cualquier cosa, un lago de vacío. Algo que tal vez se parecía al deseo de comer o a la necesidad de follar o a las ganas de dormir que a veces nos acometen, pues quien no para de trabajar necesita dormir de vez en cuando, sobre todo en invierno, cuando las temperaturas caen como dicen que caen las hojas de los árboles en el mundo exterior y nuestros cuerpos ateridos nos piden un rincón tibio junto a nuestros congéneres, un agujero recalentado por nuestras pieles, unos movimientos familiares, los ruidos ni viles ni nobles de nuestra cotidianidad nocturna o de aquello que el sentido práctico nos lleva a denominar nocturno.
El sueño y el calor es uno de los principales inconvenientes de ser policía. Los policías solemos dormir solos, en agujeros improvisados, a veces en territorio no conocido. Por supuesto, cada vez que podemos procuramos saltarnos esta costumbre. A veces nos acurrucamos en nuestros propios agujeros, policías sobre policías, todos en silencio, todos con los ojos cerrados y con las orejas y las narices alerta. No suele ocurrir muy a menudo, pero a veces ocurre. En otras ocasiones nos metemos en los dormitorios de aquellos que por una causa o por otra viven en los bordes del perímetro. Ellos, como no podía ser de otra manera, nos aceptan con naturalidad. A veces decimos buenas noches, antes de caer agotados en el tibio sueño reparador. Otras veces sólo gruñimos nuestro nombre, pues la gente sabe quiénes somos y nada teme de nuestra parte. Nos reciben bien. No hacen aspavientos ni dan muestras de alegría, pero no nos echan de sus madrigueras. A veces alguien, con la voz aún congelada en el sueño, dice Pepe el Tira, y yo respondo sí, sí, buenas noches. Al cabo de pocas horas, sin embargo, cuando aún la gente duerme, me levanto y vuelvo a mi trabajo, pues las labores de un policía no terminan jamás y nuestros horarios de sueño se deben amoldar a nuestra actividad incesante. Recorrer las alcantarillas, por lo demás, es un trabajo que requiere el máximo de concentración. Generalmente no vemos a nadie, no nos cruzamos con nadie, podemos seguir las rutas principales y las rutas secundarias e internarnos por los túneles que nuestra propia gente ha construido y que ahora están abandonados y durante todo el trayecto no topamos con ningún ser vivo.
Sombras sí que percibimos, ruidos, objetos que caen al agua, chillidos lejanos. Al principio, cuando uno es joven, estos ruidos mantienen al policía en un sobresalto permanente. Con el paso del tiempo, sin embargo, uno se acostumbra a ellos y aunque procuramos mantenernos alerta, perdemos el miedo o lo incorporamos a la rutina de cada día, que viene a ser lo mismo que perderlo. Hay incluso policías que duermen en las alcantarillas muertas. Yo nunca he conocido a ninguno, pero los viejos suelen contar historias en la que un policía, un policía de otros tiempos, ciertamente, si tenía sueño, se echaba a dormir en una alcantarilla muerta. ¿Cuánto hay de verdad y cuánto de broma en estas historias? Lo ignoro. Hoy por hoy ningún policía se atreve a dormir allí. Las alcantarillas muertas son lugares que por una causa o por otra han sido olvidados. Los que cavan túneles, cuando dan con una alcantarilla muerta, ciegan el túnel. El agua residual, allí, diríase que fluye gota a gota, por lo que la podredumbre es casi insoportable. Se puede afirmar que nuestro pueblo sólo utiliza las alcantarillas muertas para huir de una zona a otra. La manera más rápida de acceder a ellas es nadando, pero nadar en las proximidades de un lugar así entraña más peligros de los que normalmente aceptamos.
Fue en una alcantarilla muerta donde dio comienzo mi investigación Un grupo de los nuestros, una avanzadilla que con el paso del tiempo había procreado y se había establecido un poco más allá del perímetro, fue en mi busca y me informó de que la hija de una de las ratas veteranas había desaparecido. Mientras la mitad del grupo trabajaba, la otra mitad se dedicaba a buscar a esta joven, que se llamaba Elisa y que, según sus familiares y amigos, era hermosísima y fuerte, además de poseer una inteligencia despierta Yo no sabía con exactitud en qué consistía una inteligencia despierta Vagamente la asociaba con la alegría, pero no con la curiosidad Aquel día estaba cansado y tras examinar la zona en compañía de uno de sus parientes, supuse que la pobre Elisa había sido víctima de algún depredador que merodeaba en los alrededores de la nueva colonia. Busqué rastros del depredador. Lo único que encontré fueron viejas huellas que indicaban que por allí, antes de que llegara nuestra avanzadilla, habían pasado otros seres.
Finalmente descubrí un rastro de sangre fresca. Le dije al familiar de Elisa que volviera a la madriguera y a partir de entonces seguí solo. El rastro de sangre tenía una peculiaridad que lo hacía curioso: pese a terminar junto a uno de los canales reaparecía unos metros más allá (en ocasiones muchos metros más allá), pero no en el otro lado del canal, como hubiera sido lo natural, sino en el mismo lado por el que se había sumergido. ¿Si no pretendía cruzar el canal, por qué se sumergió tantas veces? El rastro, por otra parte, era mínimo, por lo que las medidas de protección del depredador, quienquiera que éste fuese, parecían en primera instancia exageradas. Al cabo de poco rato llegué a una alcantarilla muerta.
Me introduje en el agua y nadé hacia el dique que la basura y la corrupción había formado con el paso del tiempo. Cuando llegué subí por una playa de inmundicias. Más allá, por encima del nivel del agua, vi los grandes barrotes que coronaban la parte superior de la entrada a la alcantarilla. Por un instante temí encontrar al depredador agazapado en algún rincón, dándose un festín con el cuerpo de la desgraciada Elisa. Pero nada se oía y seguí avanzando.
Unos minutos más tarde, descubrí el cuerpo de la joven abandonado en uno de los pocos lugares relativamente secos de la alcantarilla, junto a cartones y latas de comida.
El cuello de Elisa estaba desgarrado. Por lo demás, no pude distinguir ninguna otra herida. En una de las latas descubrí los restos de una rata bebé. Lo examiné, debía de llevar muerto por lo menos un mes. Busqué en los alrededores y no encontré ni el más mínimo rastro del depredador. El esqueleto del bebé estaba completo. La única herida que exhibía la desafortunada Elisa era la que le habían propinado para matarla. Comencé a pensar que tal vez no hubiera sido un depredador. Luego cargué a la joven a mis espaldas y con la boca mantuve al bebé en alto, procurando que mis afilados dientes no dañaran su piel. Dejé atrás la alcantarilla muerta y volví a la madriguera de la avanzadilla. La madre de Elisa era grande y fuerte, uno de esos ejemplares de nuestro pueblo que pueden enfrentarse a un gato, y sin embargo al ver el cuerpo de su hija prorrumpió en largos sollozos que hicieron ruborizar al resto de sus compañeros. Mostré el cuerpo del bebé y les pregunté si sabían algo de él. Nadie sabía nada, ningún niño se había perdido. Dije que debía llevar ambos cuerpos a la comisaría. Pedí ayuda. La madre de Elisa cargó a su hija. Al bebé lo cargué yo. Al marcharnos la avanzadilla volvió al trabajo, hacer túneles, buscar comida.
Esta vez fui a buscar al forense y no lo dejé solo hasta que terminó de examinar los dos cadáveres. Junto a nosotros, dormida, la madre de Elisa se embarcaba de tanto en tanto en sueños que le arrancaban palabras incomprensibles e inconexas. Al cabo de tres horas el forense ya tenía decidido lo que iba a decirme, lo que yo temía sospechar. El bebé había muerto de hambre. Elisa había muerto por la herida en el cuello. Le pregunté si esa herida se la pudo haber causado una serpiente. No lo creo, dijo el forense, a menos que se trate de un ejemplar nuevo. Le pregunté si esa herida se la pudo causar un caimán ciego. Imposible, dijo el forense. Tal vez una comadreja, dijo. Últimamente en las alcantarillas se suelen encontrar comadrejas. Muertas de miedo, dije yo. Es verdad, dijo el forense. La mayoría muere por inanición. Se pierden, se ahogan, se las comen los caimanes. Olvidémonos de las comadrejas, dijo el forense. Le pregunté entonces si Elisa había luchado contra su asesino. El forense se quedó largo rato mirando el cadáver de la joven. No, dijo. Es lo que yo pensaba, dije. Mientras hablábamos llegó otro policía. Su ronda, al contrario que la mía, había sido plácida. Despertamos a la madre de Elisa. El forense se despidió de nosotros. ¿Todo ha terminado?, dijo la madre. Todo ha terminado, dije yo. La madre nos dio las gracias y se fue. Yo le pedí a mi compañero que me ayudara a deshacerme del cadáver de Elisa.
Entre los dos lo llevamos a un canal donde la corriente era rápida y lo arrojamos allí. ¿Por qué no tiras el cuerpo del bebé?, dijo mi compañero. No lo sé, dije, quiero estudiarlo, tal vez algo se nos ha pasado por alto. Luego él volvió a su zona y yo volví a la mía. A cada rata que me cruzaba le hacía la misma pregunta: ¿Sabes si alguien perdió a su bebé? Las respuestas eran variadas, pero por regla general nuestro pueblo cuida de sus pequeños y lo que la gente decía, en el fondo, lo decía de oídas. Mi ronda me llevó otra vez al perímetro, todos estaban trabajando en un túnel, incluida la madre de Elisa, cuyo cuerpo grueso y seboso apenas cabía por la hendidura, pero cuyos dientes y garras eran, todavía, las mejores para excavar.
Decidí entonces regresar a la alcantarilla muerta y tratar de ver qué era lo que se me había pasado por alto. Busqué huellas y no encontré nada. Señales de violencia. Signos de vida. El bebé, resultaba evidente, no había llegado por sus propios pies a la alcantarilla. Busqué restos de comida, marcas de mierda seca, una madriguera, todo inútil.
De pronto escuché un débil chapaleo. Me escondí. Al cabo de poco vi aparecer en la superficie del agua una serpiente blanca. Era gorda y debía de medir un metro. La vi sumergirse un par de veces y reaparecer. Luego, con mucha prudencia, salió del agua y reptó por la orilla produciendo un siseo semejante al de una cañería de gas. Para nuestro pueblo, ella era gas. Se acercó a donde yo me ocultaba. Desde su posición era imposible un ataque directo, algo que en principio me favorecía, lo que me daba tiempo para escapar (pero una vez en el agua yo sería presa fácil) o para clavar mis dientes en su cuello. Sólo cuando la serpiente se alejó sin haber dado muestras de haberme visto, comprendí que era una serpiente ciega, una descendiente de aquellas serpientes que los seres humanos, cuando se cansan de ellas, arrojan en sus wáteres. Por un instante la compadecí. En realidad lo que hacía era celebrar mi buena suerte de forma indirecta. Imaginé a sus padres o a sus tatarabuelos descendiendo por el infinito entramado de cañerías de desagüe, los imaginé atontados en la oscuridad de las alcantarillas, sin saber qué hacer, dispuestos a morir o a sufrir, y también imaginé a unos cuantos que sobrevivieron, los imaginé adaptándose a una dieta infernal, los imaginé ejerciendo su poder, los imaginé durmiendo y muriendo en los inacabables días de invierno.
El miedo, por lo visto, despierta la imaginación. Cuando la serpiente se marchó volví a recorrer de arriba abajo la alcantarilla muerta. No encontré nada que se saliera de lo normal.
Al día siguiente volví a hablar con el forense. Le pedí que le echara otra mirada al cadáver del bebé. Al principio me miró como si me hubiera vuelto loco. ¿No te has deshecho de él?, me preguntó. No, dije, quiero que lo revises una vez más. Finalmente me prometió que lo haría, siempre y cuando aquel día no tuviera demasiado trabajo. Durante mi ronda, y a la espera del informe final del forense, me dediqué a buscar una familia que hubiera perdido a su bebé en el lapso de un mes. Lamentablemente las ocupaciones de nuestro pueblo, sobre todo de aquellos que viven en los límites del perímetro, los obligan a moverse constantemente, y se podía dar el caso de que la madre de aquel bebé muerto ahora estuviera afanada construyendo túneles o buscando comida a varios kilómetros de allí. Como era predecible, de mis pesquisas no pude extraer ninguna pista favorable.
Cuando volví a la comisaría encontré una nota del forense y una de mi inmediato superior. Este me preguntaba por qué no me había deshecho aún del cadáver del bebé. La del forense reafirmaba su primera conclusión: el cadáver no presentaba heridas, la muerte había sido debida al hambre y posiblemente también al frío. Los cachorros resisten mal ciertas inclemencias ambientales. Durante mucho rato estuve meditando. El bebé, como todos los bebés en una situación semejante, había chillado hasta desgañitarse. ¿Cómo fue posible que no atrajeran sus gritos a un depredador? El asesino lo había secuestrado y luego se había internado con él por pasillos poco frecuentados, hasta llegar a la alcantarilla muerta. Ya allí, había dejado al bebé tranquilo y había esperado que muriera, por llamarle de algún modo, de muerte natural. ¿Era factible que la misma persona que secuestró al bebé hubiera, posteriormente, asesinado a Elisa? Sí, era lo más factible.
Entonces se me ocurrió una pregunta que no le había hecho al forense, así que me levanté y fui a buscarlo. Por el camino me crucé con multitud de ratas confiadas, juguetonas, reconcentradas en sus propios problemas, que avanzaban rápidamente en una u otra dirección. Algunas me saludaron afablemente. Alguien dijo: Mira, ahí va Pepe el Tira. Yo sólo sentía el sudor que había comenzado a empaparme todo el pelaje, como si acabara de salir de las aguas estancadas de una alcantarilla muerta.
Encontré al forense durmiendo con cinco o seis ratas más, todos, a juzgar por su cansancio, médicos o estudiantes de medicina. Cuando conseguí despertarlo me miró como si no me reconociera. ¿Cuántos días tardó en morir?, le pregunté. ¿José?, dijo el forense. ¿Qué quieres? ¿Cuántos días tarda un bebé en morir de hambre? Salimos de la madriguera. En mala hora me hice patólogo, dijo el forense. Luego se puso a pensar. Depende de la constitución física del bebé. A veces con dos días es más que suficiente, pero un bebé grueso y bien alimentado puede pasarse cinco días o más. ¿Y sin beber?, dije. Un poco menos, dijo el forense. Y añadió: No sé a dónde quieres llegar. ¿Murió de hambre o de sed?, dije yo. De hambre. ¿Estás seguro?, dije yo. Todo lo seguro que se puede estar en un caso como éste, dijo el forense.
Cuando volví a la comisaría me puse a pensar: el bebé había sido secuestrado hacía un mes y probablemente tardó tres o cuatro días en morir. Durante esos días debió de chillar sin parar. No obstante, ningún depredador se había sentido atraído por los ruidos. Regresé una vez más a la alcantarilla muerta. Esta vez sabía lo que estaba buscando y no tardé mucho en encontrarlo: una mordaza. Durante todo el tiempo que duró su agonía el bebé había estado amordazado. Pero en realidad no durante todo el tiempo. De vez en cuando el asesino le quitaba la mordaza y le daba agua o bien, sin quitarle la mordaza, untaba el trapo con agua. Cogí lo que quedaba de la mordaza y salí de la alcantarilla muerta.
En la comisaría me esperaba el forense. ¿Qué has encontrado ahora, Pepe?, dijo al verme. La mordaza, dije mientras le alcanzaba el trapo sucio. Durante unos segundos, sin tocarla, el forense la examinó. ¿El cadáver del bebé sigue aquí?, me preguntó. Asentí. Deshazte de él, dijo, la gente empieza a comentar tu conducta. ¿Comentar o cuestionar?, dije. Es lo mismo, dijo el forense antes de despedirse. Me descubrí sin ánimos de trabajar, pero me rehíce y salí. La ronda, aparte de los accidentes usuales que suelen perseguir con fidelidad y saña cualquier movimiento de nuestro pueblo, no se distinguió de otras rondas marcadas por la rutina. Al volver a la comisaría, después de horas de trabajo extenuante, me deshice del cadáver del bebé. Durante días no sucedió nada relevante. Hubo víctimas de los depredadores, accidentes, viejos túneles que se derrumbaban, un veneno que mató a unos cuantos de los nuestros hasta que hallamos la manera de neutralizarlo. Nuestra historia es la multiplicidad de formas con que eludimos las trampas infinitas que se alzan a nuestro paso. Rutina y tesón. Recuperación de cadáveres y registro de incidentes. Días idénticos y tranquilos. Hasta que encontré el cuerpo de dos jóvenes ratas, una hembra y el otro macho.
La información la obtuve mientras recorría los túneles. Sus padres no estaban preocupados, probablemente, pensaban, habían decidido vivir juntos y cambiar de madriguera. Pero cuando ya me iba, sin darle demasiada importancia a la doble desaparición, un amigo de ambos me dijo que ni el joven Eustaquio ni la joven Marisa habían manifestado jamás una intención semejante. Eran amigos, simplemente, buenos amigos, sobre todo si se tenía en cuenta la peculiaridad de Eustaquio. Pregunté qué clase de peculiaridad era ésa. Componía y declamaba versos, dijo el amigo, lo que lo hacía manifiestamente inhábil para el trabajo. ¿Y Marisa qué?, dije. Ella no, dijo el amigo. No qué, dije yo. No tenía ninguna peculiaridad de ese tipo. A otro policía cualquiera esta información le habría parecido carente de interés. A mí me despertó el instinto. Pregunté si en los alrededores de la madriguera había una alcantarilla muerta. Me dijeron que la más próxima estaba a unos dos kilómetros de allí, en un nivel inferior. Encaminé mis pasos en esa dirección. En el trayecto me encontré a un viejo seguido de un grupo de cachorros. El viejo les hablaba sobre los peligros de las comadrejas. Nos saludamos. El viejo era un maestro y estaba de excursión. Los cachorros aún no eran aptos para el trabajo, pero pronto lo serían. Les pregunté si habían visto algo raro durante el paseo. Todo es raro, me gritó el viejo mientras nos alejábamos en distintas direcciones, lo raro es lo normal, la fiebre es la salud, el veneno es la comida. Luego se puso a reír afablemente y su risa me siguió incluso cuando me metí por otro conducto.
Al cabo de un rato llegué a la alcantarilla muerta. Todas las alcantarillas de aguas estancas se parecen, pero yo sé distinguir con poco margen de error si alguna vez he estado allí o si, por el contrario, es la primera vez que me introduzco en una de ellas. Aquélla no la conocía. Durante un rato la examiné, por si encontraba el modo de entrar sin necesidad de mojarme. Luego me eché al agua y me deslicé hacia la alcantarilla. Mientras nadaba creí ver unas ondas que surgían de una isla de desperdicios. Temí, como era lógico, la aparición de una serpiente, y me aproximé a toda velocidad a la isla. El suelo era blando y al caminar uno se enterraba en un limo blancuzco hasta las rodillas. El olor era el de todas las alcantarillas muertas: no a descomposición sino a la esencia, al núcleo de la descomposición. Poco a poco me fui desplazando de isla en isla. A veces tenía la impresión de que algo me jalaba los pies, pero sólo era basura. En la última isla descubrí los cadáveres. El joven Eustaquio exhibía una única herida que le había desgarrado el cuello. La joven Marisa, por el contrario, se notaba que había luchado. Su piel estaba llena de dentelladas. En los dientes y en las garras descubrí sangre, por lo que era fácilmente deducible que el asesino estaba herido. Como pude, saqué los cadáveres, primero uno y luego el otro, fuera de la alcantarilla muerta. Y así intenté llevarlos hasta el primer núcleo de población: primero cargaba a uno y lo dejaba cincuenta metros más allá y luego regresaba, cargaba al otro y lo depositaba junto al primero. En uno de esos relevos, cuando regresaba a buscar el cuerpo de la joven Marisa, vi a una serpiente blanca que había salido del canal y se aproximaba a ella. Me quedé quieto. La serpiente dio un par de vueltas alrededor del cadáver y luego lo trituró. Cuando procedió a engullirlo me di media vuelta y eché a correr hasta donde había dejado el cadáver de Eustaquio. De buena gana me hubiera puesto a gritar. Sin embargo ni un solo gemido salió de mi boca.
A partir de ese día mis rondas se hicieron exhaustivas. Ya no me conformaba con la rutina del policía que vigilaba el perímetro y resolvía asuntos que cualquiera, con un poco de sentido común, podía resolver. Cada día visitaba las madrigueras más alejadas. Hablaba con la gente de las cosas más intrascendentes. Conocí una colonia de ratas-topo que vivían entre nosotros ejerciendo los oficios más humildes. Conocí a un viejo ratón blanco, un ratón blanco que ya ni siquiera recordaba su edad y que en su juventud había sido inoculado con una enfermedad contagiosa, él y muchos como él, ratones blancos prisioneros, que luego fueron introducidos en el alcantarillado con la esperanza de matarnos a todos. Muchos murieron, decía el ratón blanco, que apenas podía moverse, pero las ratas negras y los ratones blancos nos cruzamos, follamos como locos (como sólo se folla cuando la muerte anda cerca) y finalmente no sólo se inmunizaron las ratas negras sino que surgió una nueva especie, las ratas marrones, resistentes a cualquier contagio, a cualquier virus extraño.
Me gustaba ese viejo ratón blanco que había nacido, según él, en un laboratorio de la superficie. Allí la luz es cegadora, decía, tanto que los moradores del exterior ni siquiera la aprecian. ¿Tú conoces las bocas de las alcantarillas, Pepe? Sí, alguna vez he estado allí, le respondía. ¿Has visto, entonces, el río al que dan todas las alcantarillas, has visto los juncos, la arena casi blanca? Sí, siempre de noche, le respondía. ¿Entonces has visto la luna rielando sobre el río? No me fijé mucho en la luna. ¿Qué fue lo que te llamó la atención, entonces, Pepe? Los ladridos de los perros. Las jaurías que viven en las orillas del río. Y también la luna, reconocí, aunque no pude disfrutar mucho de su visión. La luna es exquisita, decía el ratón blanco, si alguna vez alguien me preguntara dónde me gustaría vivir, contestaría sin dudar que en la luna.
Como un habitante de la luna yo recorría las alcantarillas y conductos subterráneos. Al cabo de un tiempo encontré a otra víctima. Como las anteriores, el asesino había depositado su cuerpo en una alcantarilla muerta. La cargué y me la llevé a la comisaría. Esa noche volví a hablar con el forense. Le hice notar que el desgarro en el cuello era similar al de las otras víctimas. Puede ser una casualidad, dijo. Tampoco se las come, dije. El forense examinó el cadáver. Examina la herida, dije, dime qué clase de dentadura produce ese desgarrón. Cualquiera, cualquiera, dijo el forense. No, cualquiera no, dije yo, examínala con cuidado. ¿Qué quieres que te diga?, me preguntó el forense. La verdad, dije yo. ¿Y cuál es, según tú, la verdad? Yo creo que estas heridas las produjo una rata, dije yo. Pero las ratas no matan a las ratas, dijo el forense mirando otra vez el cadáver. Esta sí, dije yo. Luego me fui a trabajar y cuando volví a la comisaría encontré al forense y al comisario jefe que me esperaban. El comisario no se anduvo por las ramas. Me preguntó de dónde había sacado la peregrina idea de que había sido una rata la autora de los crímenes. Quiso saber si había comentado mis sospechas con alguien más. Me advirtió que no lo hiciera. Deje de fantasear, Pepe, dijo, y dedíquese a cumplir con su trabajo. Ya bastante complicada es la vida real para encima añadir elementos irreales que sólo pueden terminar dislocándola. Yo estaba muerto de sueño y pregunté qué quería decir con la palabra dislocar. Quiero decir, dijo el comisario mirando al forense como si buscara su aprobación, y dándole a sus palabras una entonación profunda y dulce, que la vida, sobre todo si es breve, como desgraciadamente es nuestra vida, debe tender hacia el orden, no hacia el desorden, y menos aún hacia un desorden imaginario. El forense me miró con gravedad y asintió. Yo también asentí.
Pero seguí alerta. Durante unos días el asesino pareció esfumarse. Cada vez que me desplazaba al perímetro y encontraba colonias desconocidas solía preguntar por la primera víctima, el bebé que había muerto de hambre. Finalmente una vieja rata exploradora me habló de una madre que había perdido a su bebé. Pensaron que había caído al canal o que se lo había llevado un depredador, dijo. Por lo demás, se trataba de un grupo en el que los adultos eran pocos y las crías numerosas y no buscaron mucho al bebé. Poco después se fueron a la parte norte de las alcantarillas, cerca de un gran pozo, y la rata exploradora los perdió de vista. Me dediqué, en los ratos libres, a buscar a este grupo. Por supuesto, ahora las crías estarían crecidas y la colonia sería más grande y puede que la desaparición del bebé hubiera caído en el olvido. Pero si tenía suerte y hallaba a la madre del bebé, ésta aún podría explicarme algunas cosas. El asesino, mientras tanto, se movía. Una noche encontré en la morgue un cadáver cuyas heridas, el desgarrón casi limpio en la garganta, eran idénticas a las que solía infligir el asesino. Hablé con el policía que había hallado el cadáver. Le pregunté si creía que había sido un depredador. ¿Quién más podría ser?, me respondió. ¿O acaso tú crees, Pepe, que ha sido un accidente? Un accidente, pensé. Un accidente permanente. Le pregunté dónde encontró el cadáver. En una alcantarilla muerta de la parte sur, respondió. Le recomendé que vigilara bien las alcantarillas muertas de esa zona. ¿Por qué?, quiso saber. Porque uno nunca sabe lo que puede encontrar en ellas. Me miró como si estuviera loco. Estás cansado, me dijo, vámonos a dormir. Nos metimos juntos en la habitación de la comisaría. El aire era tibio. Junto a nosotros roncaba otra rata policía. Buenas noches, me dijo mi compañero. Buenas noches, dije yo, pero no pude dormir. Me puse a pensar en la movilidad del asesino, que unas veces actuaba en la parte norte y otras en la parte sur. Tras dar varias vueltas me levanté.
Con pasos vacilantes me dirigí hacia el norte. En mi camino me crucé con algunas ratas que se desplazaban a trabajar en la penumbra de los túneles, confiadas y decididas. Oí que unos jovenzuelos decían Pepe el Tira, Pepe el Tira y luego se reían, como si mi apodo fuera lo más divertido del mundo. O tal vez sus risas obedecían a otra causa. En cualquier caso yo ni siquiera me detuve.
Los túneles, poco a poco, se fueron quedando vacíos. Ya sólo de vez en cuando me cruzaba con un par de ratas o las oía a lo lejos, afanadas en otros túneles, o vislumbraba sus sombras dando vueltas alrededor de algo que podía ser comida o podía ser veneno. Al cabo de un rato los ruidos cesaron y sólo podía oír el sonido de mi corazón y el interminable goteo que nunca cesa en nuestro mundo. Cuando encontré el gran pozo una vaharada de muerte me hizo extremar aún más mis precauciones. Yacía allí lo que quedaba de dos perros de regular tamaño, tiesos, con las patas levantadas, semicomidos por los gusanos.
Más allá, beneficiarios también de los restos perrunos, encontré a la colonia de ratas que andaba buscando. Vivían en los límites de la alcantarilla, con todos los peligros que esto conlleva, pero también con el beneficio de la comida, la cual nunca escaseaba en los lindes. Los encontré reunidos en una pequeña plaza. Eran grandes y gordos y sus pieles eran lustrosas. Tenían la expresión grave de aquellos que viven en el peligro constante. Cuando les dije que era policía sus miradas se hicieron desconfiadas. Cuando les dije que estaba buscando a una rata que había perdido a su bebé, nadie respondió pero por sus gestos me di cuenta de inmediato de que la búsqueda, al menos en este aspecto, había terminado. Describí entonces al bebé, su edad, la alcantarilla muerta donde lo había encontrado, la forma en que había muerto. Una de las ratas dijo que era su hijo. ¿Qué buscas?, dijeron las otras.
Justicia, dije. Busco al asesino.
La más vieja, con la piel llena de costurones y respirando como un fuelle, me preguntó si creía que el asesino era uno de ellos. Puede serlo, dije. ¿Una rata?, dijo la rata vieja. Puede serlo, dije. La madre dijo que su bebé solía salir solo. Pero no pudo llegar solo a la alcantarilla muerta, le respondí. Tal vez se lo llevó un depredador, dijo una rata joven. Si se lo hubiera llevado un depredador se lo habría comido. Al bebé lo mataron por placer, no por hambre.
Todas las ratas, tal como esperaba, negaron con la cabeza. Eso es impensable, dijeron. No existe nadie en nuestro pueblo que esté tan loco como para hacer eso. Escarmentado aún por las palabras del comisario de la policía, preferí no llevarles la contraria. Empujé a la madre a un sitio apartado y procuré consolarla, aunque la verdad es que el dolor de la pérdida, después de tres meses, que era el tiempo que había pasado, se había atenuado considerablemente. La misma rata me contó que tenía otros hijos, algunos mayores, a quienes le costaba reconocer como tales cuando los veía, y otros menores que aquel que había muerto, los cuales ya trabajaban y se buscaban, no sin éxito, la comida ellos solos. Intenté, sin embargo, que recordara el día que había desaparecido el bebé. Al principio la rata se hizo un lío. Confundía fechas e incluso confundía bebés. Alarmado, le pregunté si había perdido a más de uno y me tranquilizó diciendo que no, que los bebés, normalmente, se pierden, pero sólo por unas horas, y que, luego, o bien regresan solos a la madriguera o bien una rata del mismo grupo los suele encontrar, atraída por sus berridos. Tu hijo también lloró, le dije un poco molesto por su jeta autosatisfecha, pero el asesino lo mantuvo amordazado casi todo el tiempo.
No pareció conmoverse, así que volví al día de su desaparición. No vivíamos aquí, dijo, sino en un conducto del interior. Cerca de nosotros vivía un grupo de exploradores que fueron los primeros en instalarse en la zona y luego llegó otro grupo, más numeroso, y entonces decidimos marcharnos porque aparte de dar vueltas por los túneles poco más es lo que se podía hacer. Los niños, no obstante, estaban bien alimentados, le hice notar. Comida no faltaba, dijo la rata, pero la teníamos que ir a buscar en el exterior. Los exploradores habían abierto túneles que llevaban directamente hacia las zonas superiores, y no había entonces veneno ni trampa que pudiera detenernos. Todos los grupos subíamos al menos dos veces al día a la superficie y había ratas que se pasaban días enteros allí, vagando entre los viejos edificios semirruinosos, desplazándose por el interior hueco de las paredes, y hubo algunas que nunca más volvieron.
Le pregunté si estaban en el exterior el día que desapareció su bebé. Trabajábamos en los túneles, algunos dormían y otros, probablemente, estaban en el exterior, respondió. Le pregunté si no había notado nada raro en alguno de su grupo. ¿Raro? Una forma de comportarse, actitudes que se salen de lo corriente, ausencias prolongadas y sin justificación. Dijo que no, que, como bien yo debía saber, en nuestro pueblo las ratas se comportan de una manera y otras veces de otra, dependiendo de la situación, a la que procuramos adaptarnos con celeridad y a la mayor perfección posible. Poco después de la desaparición del bebé, por otra parte, el grupo se puso en marcha buscando una zona menos peligrosa. Nada más iba a sacarle a aquella rata trabajadora y simple. Me despedí del grupo y abandoné el conducto donde estaba su madriguera.
Pero aquel día no volví a la comisaría. A medio camino, cuando estuve seguro de no ser seguido por nadie, retorné a los alrededores de la madriguera y busqué una alcantarilla muerta. Al cabo de un tiempo la encontré. Era pequeña y la pestilencia aún no sobrepasaba ciertos límites. La examiné de arriba abajo. La persona que yo buscaba no parecía haber actuado allí. Tampoco encontré indicios de depredadores. Pese a que no había ni un solo lugar seco, decidí quedarme. Como pude, con tal de pasar un rato mínimamente cómodo, junté los cartones mojados y los trozos de plástico que pude hallar y me acomodé sobre ellos. Imaginé que el calor de mi pelaje en contacto con la humedad producía pequeñas nubes de vapor. Por momentos el vapor conseguía adormecerme y por momentos se convertía en el domo en el interior del cual yo era invulnerable. Estaba a punto de quedarme dormido cuando oí voces.
Al cabo de un rato los vi aparecer. Eran dos ratas, machos jóvenes, que hablaban animadamente. A uno de ellos lo reconocí de inmediato: ya lo había visto entre el grupo que acababa de visitar. La otra rata me era completamente desconocida, tal vez cuando llegué estaba trabajando, tal vez pertenecía a otro grupo. La discusión que sostenían era acalorada pero sin salirse de los cauces de la cortesía entre iguales. Los argumentos que ambas esgrimían me resultaron incomprensibles, en primer lugar porque aún estaban demasiado lejos de mí (aunque se encaminaban, sus patitas chapoteando en el agua baja, hacia mi refugio) y en segundo lugar porque las palabras que empleaban pertenecían a otra lengua, una lengua impostada y ajena a mí que odié de inmediato, palabras que eran ideas o pictogramas, palabras que reptaban por el envés de la palabra libertad como el fuego repta, o eso dicen, por el otro lado de los túneles, convirtiendo éstos en hornos.
De buena gana me hubiera escabullido en silencio. Mi instinto de policía, sin embargo, me hizo comprender que, si no intervenía, pronto iba a haber otro asesinato. De un salto abandoné los cartones.
Las dos ratas se quedaron paralizadas. Buenas noches, dije. Les pregunté si pertenecían al mismo grupo. Negaron con la cabeza.
Tú, señalé con mi garra a la rata que no conocía, fuera de aquí. La joven rata al parecer era orgullosa y dudó. Fuera de aquí, soy policía, dije, soy Pepe el Tira, grité. Entonces miró a su amigo, dio media vuelta y se alejó. Cuidado con los depredadores, le dije antes de que desapareciera tras un dique de basura, en las alcantarillas muertas nadie ayuda si te ataca un depredador.
La otra rata no se molestó ni siquiera en despedirse de su amigo. Permaneció junto a mí, quieta, aguardando el momento en que nos íbamos a quedar solos, sus ojillos pensativos fijos en mí de la misma manera, supongo, que mis ojillos pensativos la estudiaban a ella. Por fin te he atrapado, le dije cuando estuvimos solos. No me contestó. ¿Cómo te llamas?, le pregunté. Héctor, dijo. Su voz, ahora que me hablaba a mí, no era diferente de miles de voces que yo había oído antes. ¿Por qué mataste al bebé?, murmuré. No contestó. Durante un instante tuve miedo. Héctor era fuerte, probablemente más voluminoso que yo, además de más joven, pero yo era policía, pensé.
Ahora te voy a atar las patas y el hocico y te llevaré a la comisaría, dije. Creo que sonrió, pero no podría asegurarlo. Tienes más miedo que yo, dijo, y mira que yo tengo mucho miedo. No lo creo, dije, tú no tienes miedo, tú estás enfermo, tú eres un bastardo de depredador y escarabajo. Héctor se rió. Claro que tienes miedo, dijo. Mucho más miedo del que tenía tu tía Josefina. ¿Has oído hablar de Josefina?, dije. He oído hablar, dijo. ¿Quién no ha oído hablar de ella? Mi tía no tenía miedo, dije, era una pobre loca, una pobre soñadora, pero no tenía miedo.
Te equivocas: se moría de miedo, dijo mirando distraídamente hacia los lados, como si estuviéramos rodeados de presencias fantasmales y requiriera sin énfasis su aquiescencia. Quienes la escuchaban estaban muertos de miedo, aunque no lo sabían. Pero Josefina estaba más que muerta: cada día moría en el centro del miedo y resucitaba en el miedo. Palabras, dije como si escupiera. Ahora ponte boca abajo y déjame que primero te ate el hocico, dije sacando un cordel que había traído para tal fin. Héctor resopló.
No entiendes nada, dijo. ¿Crees que deteniéndome a mí se acabarán los crímenes? ¿Crees que tus jefes harán justicia conmigo? Probablemente me despedazarán en secreto y arrojarán mis restos allí donde pasen los depredadores. Tú eres un maldito depredador, dije. Yo soy una rata libre, me contestó con insolencia. Puedo habitar el miedo y sé perfectamente hacia dónde se encamina nuestro pueblo. Tanta presunción había en sus palabras que preferí no contestarle. Eres joven, le dije. Tal vez haya una forma de curarte. Nosotros no matamos a nuestros congéneres. ¿Y quién te curará a ti, Pepe?, me preguntó. ¿Qué médicos curarán a tus jefes? Ponte boca abajo, dije. Héctor me miró y yo solté el cordel. Nos trenzamos en una lucha a muerte.
Al cabo de diez minutos que me parecieron eternos su cuerpo yacía a un lado del mío con el cuello destrozado por una mordida. Por mi parte, tenía el lomo lleno de heridas y el hocico desgarrado y no veía nada con el ojo izquierdo. Volví con el cadáver a la comisaría. Las pocas ratas con las que me crucé creyeron, seguramente, que Héctor había sido víctima de un depredador. Deposité su cuerpo en la morgue y fui a buscar al forense. Está todo solucionado, fue lo primero que pude articular. Luego me dejé caer y esperé. El forense examinó mis heridas y cosió mi hocico y mi párpado. Mientras lo hacía quiso saber cómo me lo había hecho. Encontré al asesino, dije. Lo detuve, luchamos. El forense dijo que había que llamar al comisario. Chasqueó la lengua y de la oscuridad surgió un adolescente flaco y adormilado. Supuse que era un estudiante de medicina. El forense le encargó que fuera a casa del comisario y le dijera que lo esperaban, él y Pepe el Tira, en la comisaría. El adolescente asintió y desapareció. Luego el forense y yo nos dirigimos a la morgue.
El cadáver de Héctor seguía allí y el brillo de su pelaje empezaba a atenuarse. Ahora sólo era un cadáver más, entre muchos otros cadáveres. Mientras el forense lo examinaba me puse a dormir en un rincón. Me despertó la voz del comisario y unos sacudones. Levántate, Pepe, dijo el forense. Los seguí. El comisario y el forense caminaban aprisa entre unos túneles que yo no conocía. Detrás de ellos, contemplando sus colas iba yo, medio dormido y sintiendo un gran escozor en el lomo. No tardamos en llegar a una madriguera vacía. En una especie de trono (o tal vez fuera una cuna) hervía una sombra. El comisario y el forense me indicaron que me adelantara.
Cuéntame la historia, dijo una voz que era muchas voces y que provenía de la oscuridad. Al principio sentí pavor y retrocedí, pero no tardé en comprender que se trataba de una rata reina muy vieja, es decir de varias ratas cuyas colas se anudaron en la primera infancia, imposibilitándolas para el trabajo, pero concediéndoles, en cambio, la sabiduría necesaria para aconsejar en situaciones extraordinarias a nuestro pueblo. Así que relaté la historia de principio a fin, y procuré que mis palabras fueran desapasionadas y objetivas, como si estuviera redactando un informe. Cuando terminé la voz que era muchas voces y que salía de la oscuridad me preguntó si yo era el sobrino de Josefina la Cantora. Así es, dije. Nosotras nacimos cuando Josefina aún estaba viva, dijo la rata reina, y se movió con gran esfuerzo. Distinguí una enorme bola oscura llena de ojillos velados por los años. Supuse que la rata reina era gorda y que la suciedad había terminado por solidificar sus patas traseras. Una anomalía, dijo. Tardé en comprender que se refería a Héctor. Un veneno que no nos impedirá seguir estando vivos, dijo. En cierta manera, un loco y un individualista, dijo. Hay algo que no entiendo, dije. El comisario me tocó con su garra el hombro, como para impedirme hablar, pero la rata reina me pidió que le explicara qué era lo que no entendía. ¿Por qué mató al bebé de hambre, por qué no le destrozó la garganta como a las otras víctimas? Durante unos segundos sólo oí suspirar a la sombra que hervía.
Tal vez, dijo al cabo de un rato, quería presenciar el proceso de la muerte desde el principio hasta el final, sin intervenir o interviniendo lo menos posible. Y, al cabo de otro silencio interminable, añadió: Recordemos que estaba loco, que se trataba de una teratología. Las ratas no matan ratas.
Bajé la cabeza y no sé cuánto rato estuve así. Es posible incluso que me durmiera. De pronto sentí otra vez la garra del comisario en mi hombro y su voz que me conminaba a seguirlo. Rehicimos el camino de vuelta en silencio. En la morgue el cadáver de Héctor, tal como temía, había desaparecido. Pregunté dónde estaba. Espero que en la panza de algún depredador, dijo el comisario. Luego tuve que oír lo que ya sabía. Terminantemente prohibido hablar del caso de Héctor con nadie. El caso estaba cerrado y lo mejor que yo podía hacer era olvidarme de él y seguir viviendo y trabajando.
Esa noche no quise dormir en la comisaría y me hice un hueco en una madriguera llena de ratas tenaces y sucias y cuando desperté estaba solo. Aquella noche soñé que un virus desconocido había infectado a nuestro pueblo. Las ratas somos capaces de matar a las ratas. Esa frase resonó en mi bóveda craneal hasta que desperté. Sabía que nada volvería a ser como antes. Sabía que sólo era cuestión de tiempo. Nuestra capacidad de adaptación al medio, nuestra naturaleza laboriosa, nuestra larga marcha colectiva en pos de una felicidad que en el fondo sabíamos inexistente, pero que nos servía de pretexto, de escenografía y telón para nuestras heroicidades cotidianas, estaban condenadas a desaparecer, lo que equivalía a que nosotros, como pueblo, también estábamos condenados a desaparecer.
Volví, porque no podía hacer otra cosa, a las rondas rutinarias: un policía murió despedazado por un depredador, tuvimos, una vez más, un ataque con veneno procedente del exterior que diezmó a unos cuantos, algunos túneles se inundaron. Una noche, sin embargo, cedí a la fiebre que devoraba mi cuerpo y me encaminé a una alcantarilla muerta.
No puedo precisar si era la misma alcantarilla donde había encontrado a alguna de las víctimas o si por el contrario se trataba de una alcantarilla que desconocía. En el fondo, todas las alcantarillas muertas son iguales. Durante mucho rato permanecí allí, agazapado, esperando. No ocurrió nada. Sólo ruidos lejanos, chapoteos cuyo origen fui incapaz de precisar. Al volver a la comisaría, con los ojos enrojecidos por la prolongada vigilia, encontré a unas ratas que juraban haber visto en los túneles vecinos a una pareja de comadrejas. Un policía nuevo estaba junto a ellas. Me miró, esperando alguna señal de mi parte. Las comadrejas habían acorralado a tres ratas y a varios cachorros, atrapados en el fondo del túnel. Si esperamos refuerzos será demasiado tarde, dijo el policía nuevo.
¿Demasiado tarde para qué?, le pregunté con un bostezo. Para los cachorros y para las cuidadoras, respondió. Ya es demasiado tarde para todo, pensé. Y también pensé: ¿En qué momento se hizo demasiado tarde? ¿En la época de mi tía Josefina? ¿Cien años antes? ¿Mil años antes? ¿Tres mil años antes? ¿No estábamos, acaso, condenados desde el principio de nuestra especie? El policía me miró esperando un gesto de mi parte. Era joven y seguramente no llevaba más de una semana en el oficio. A nuestro alrededor algunas ratas cuchicheaban, otras pegaban sus orejas a las paredes del túnel, la mayoría tenía que hacer un gran esfuerzo para no temblar y después huir. ¿Tú qué propones?, pregunté. Lo reglamentario, contestó el policía, internarnos en el túnel y rescatar a las crías.
¿Te has enfrentado alguna vez a una comadreja? ¿Estás dispuesto a ser despedazado por una comadreja?, dije. Sé luchar, Pepe, contestó. Llegado a este punto poco era lo que podía decir, así que me levanté y le ordené que se mantuviera detrás de mí. El túnel era negro y olía a comadreja, pero yo sé moverme por la oscuridad. Dos ratas se ofrecieron como voluntarias y nos siguie