Entrevista con Raúl Zurita
No hay más trascendencia que
la trascendencia de una lengua
Raúl Zurita vino a Nueva
York en abril de este año para ofrecer una charla y una lectura en la maestría
que por entonces estaba yo terminando en New York University. Conocía y
admiraba su trabajo, pero nunca lo había escuchado en persona. Y, si bien me
habían advertido que oírlo hablar y leer en público era una experiencia única,
no estaba preparado para lo que finalmente ocurriría. Un martes por la noche,
Zurita, al parecer muy frágil, se presentó ante nosotros, un grupo de jóvenes
escritores latinoamericanos.
Cuando abrió la boca, hubo
un momento de suspenso, porque al principio las palabras le salían temblorosas,
como si el Parkinson se las corriera de la lengua. Pero, como sucedería en su
lectura al día siguiente, una vez que tomó ritmo ya no se detuvo, y su voz, por
momentos susurrante y amorosa, por momentos de una intensidad cercana a la
violencia, nos mantuvo encantados, sin que apenas nos atreviéramos a preguntarle
nada. Cuando faltaba poco para terminar la clase, alguien atinó a acercar un
iPhone a la mesa donde él estaba sentado, para grabar un fragmento de la
charla, cuyo contenido, a su término, ninguno de los presentes recordaría con
precisión, pero cuyos efectos vitales se harían sentir en nosotros de forma
duradera. A continuación, fuimos a cenar todos juntos y, a raíz del estado de
euforia en que nos había dejado Zurita, personas que hasta el momento no habían
mostrado particular afinidad y simpatía conversaron y rieron como si fueran
amigos de toda la vida, como si la presencia de Zurita hubiera propiciado una
intimidad inmediata.
Al siguiente día, me tocó
presentarlo en la lectura. Elegí escudarme en el argumento, sin duda retórico
pero rigurosamente cierto, de que Zurita no necesita presentación, y de que
escucharlo tiene la fuerza de un acontecimiento. Ahora pienso que eso tal vez
se deba a que, aunque es un extraordinario poeta, Zurita no es solo un
poeta, y en su figura se encarnan el viejo sueño vanguardista de fundir el
arte con la vida y una poderosa ética vital. Pero nada de eso importó aquella
noche. Como no se habían equivocado quienes me habían advertido de lo que
provocaba, yo tampoco me equivoqué esa vez al llamarme a silencio. Luego de la lectura,
de nuevo salimos todos juntos rumbo a un bar. Contagiados una vez más por la
vitalidad arrolladora de Zurita –esa mezcla de cólera y bondad–, no solo
confraternizamos y nos emborrachamos, sino que también, si los rumores son
ciertos, a la mañana siguiente algunos estudiantes despertaron inesperada y
felizmente en cuartos ajenos.
Yo no tuve esa suerte, pero
en algún momento de esa noche, antes de la lectura, le pedí a Zurita una
entrevista, que me concedió. Dos días después, un viernes por la mañana, me
encontré con él en el lobby de su hotel, sobre Washington Square, y por fortuna
no olvidé encender la grabadora. De modo que otra vez repito el argumento de
esa noche: con ustedes, Raúl Zurita, que no necesita presentación.
¿Cómo empezó a leer poesía?
¿Fue un descubrimiento o un gusto adquirido?
Bueno, yo empecé a leer
poesía porque un amigo de barrio que tenía once o doce años, que era un malvado
desgarrador, un pésimo estudiante, que se trenzaba a puñetes todos los días,
leía poesía y recitaba a Rubén Darío de memoria. No lo veo hace cincuenta años
y sé que el rumbo de su vida ha sido totalmente distinto, pero por años tuve
una sensación de culpa respecto a él. Tenía una intensidad, una fiereza, una
pasión, una rebeldía, que me hicieron sentir que el poeta era él. Cuando me vi,
ya en la universidad, escribiendo, sentí que le había robado algo y que estaba
ocupando un lugar que debía haber ocupado él. Se llamaba Mauricio Gamboa. Hay
una escena que no puedo olvidar: él era del sur y llegó a Santiago con su madre
a los nueve o diez años cuando sus padres se separaron. Él vivía hablando de su
papá –mientras le rompía los dientes a otro muchacho, cuando recitaba los
poemas, vivía hablando maravillas de su papá–; que lo llevaría de vuelta al sur
a andar a caballo y que lo vendría a buscar el próximo fin de semana. Nunca se
apareció hasta que una vez sí lo hizo. Mauricio estaba con nosotros y de pronto
lo vio. Su papá abrió los brazos como para abrazarlo y se cayó, lo intentó
nuevamente y volvió a caerse. Estaba borracho como una cuba.
Entonces, en un primer
momento, la experiencia de la poesía fue para usted algo fuertemente corporal,
se podría decir, por el tema del recitado, porque cuando usted lee en público,
en realidad recita de memoria con el texto impreso enfrente como apoyo.
Legiones de pequeñas y
pequeños Foucault han terminado por hacer de la palabra “cuerpo” algo
absolutamente banal, pero, poniéndome estruendoso, diría que fue una
suplantación moral, yo le robé algo a ese fulano. Una lectura pública tiene,
por supuesto, una dimensión corporal y el texto escrito funciona como un
pentagrama. Un libro de poemas debe resistir todos los niveles de lecturas
–desde el hojeo, esa mirada de quien, parado en una librería, lo hojea por unos
minutos, y ya a ese nivel debe ser una maravilla, hasta la lectura más
sensible, erudita e informada– y seguir siendo una maravilla. La poesía es
cruel porque no tiene ninguna otra posibilidad que ser extraordinaria. Y debe
resistir también la lectura oral, a viva voz. Puedo haber escrito este libro de
casi ochocientas páginas, pero en una lectura pública solo tengo treinta
minutos y todo debe suceder allí, el libro, tu vida entera. Si logro conectarme
con el momento que escribí lo que estoy leyendo todo andará bien. Pero si algo me
saca –sentir por ejemplo que me estoy excediendo en el tiempo– entonces será
una agonía, comenzaré a fingir, y saldrá toda mi mentira, toda mi impostura,
¿me entiendes? Y eso es feroz.
¿Cuál sería esa impostura?
La impostura de tu vida
entera, no imposturas pequeñas, no una mentirita, sino la impostura de estar
vivo cuando lo único que hubieses deseado es haber nacido muerto.
¿O sea que escribir poesía
sería, en cierto sentido, una forma de combatir la propia impostura de ser
poeta?
En cierto sentido sí. Yo
detesto ese artificio que suele llamarse madurez, esa actitud del tipo
cuarentón que porque hace footing por las mañanas siente que
el mundo es mejor, ¿me entiendes? Y que sale con eso de que es lo
suficientemente joven como para lanzarse a nuevos proyectos, pero lo suficiente
maduro como para tomar resguardos. No: esto es sin resguardos, es sin
reservarse una puerta de emergencia. O eres joven o eres viejo. Pero si eres
viejo, selo con todo, con tu enfermedad, con tus errores, con tu demencia, con
tus temblores. El arte es la única experiencia que permite corregir la vida.
Cuando publiqué La vida nueva en 1994 tenía 44 años y hace
tiempo que había dejado de ser un muchacho, pero entendí que con ella quedaba
en paz con mi juventud, con mi intento de cegarme, con mis escrituras en el
cielo, con la universidad,con todo. Allí comienza mi vejez. La vejez es
un acto creativo, tú la decides, o sea, tengo 64 años y cada vez me cuesta más
caminar, cada vez me pongo más rígido y los temblores del Parkinson me están
impidiendo teclear hasta que seguramente me lo impedirán del todo, pero no
envejeceré nunca, será una obra. Solo me ocurrirá algo como morirme.
¿Cuáles fueron sus primeras
lecturas de poesía?
En rigor lo primero que
escuché fueron los cantos delInfierno de Dante que mi abuela nos
contaba como si fuesen cuentos. Ahora, lo que realmente me gustaba eran las
novelas. Las descubrí por una hepatitis que me tuvo en cama tres meses. Tenía
once años y me aburría como ostra, ¿me entiendes? Me aburría a muerte. Yo leía
revistas de historietas con monos, a los dibujos se les llamaba monos, y a la
semana las había leído y releído todas. Alguien entonces me trajo un paquete de
libros; eran los cinco tomos de Adiós al séptimo de línea, un
novelón que tiene como trasfondo la guerra de Chile con Perú. “¿Cómo voy a leer
esto? –pensé–. Esto no tiene monos.” Empecé a leer de aburrido, pasé la primera
media página, llegué a la página y de pronto no lo solté más hasta que terminé
la última línea del último tomo completamente enamorado de una espía chilena
que se llamaba Leonora. En ese tiempo no podía darme cuenta de que esa novela
era muy mala. Pero de allí ya no paré. Mi abuela detestaba a los franceses,
como buena italiana, pero igual amaba a Victor Hugo. Lo leí entero: Nuestra
Señora de París, Los miserables. Pocas veces he experimentado
un placer mayor que el que me daba sumergirme en esos verdaderos océanos. Los
trabajadores del mar es impresionante. Tiene una descripción de una
tormenta de mar que debe contarse entre las páginas más magistrales de la
historia de la literatura. Igual comenzaron a gustarme los poemas de Rubén
Darío, pero era por Mauricio Gamboa.
¿Cómo siguió escribiendo
después de ese primer paso de imitación?
Empecé a leer más. Entré a
la universidad a estudiar ingeniería, lo hice en verdad por mi madre. Creo que
el 90% de lo que he leído lo hice esos años. El problema era que quería
escribir poesía y no daba. Si leía a Neruda, me ponía a escribir y me salía
igual a Neruda. Leía a Enrique Lihn y me salía igual a Enrique Lihn. La poesía
comenzaba a importarme, pero no tenía esta maldita cosa que se llama la
autocrítica, que te arruina la felicidad.
De cualquier forma, la
imitación es algo infravalorado. En las academias de arte durante muchísimo
tiempo se enseñó a imitar, y es muy importante aprender los procedimientos de
otros.
Estoy totalmente de acuerdo.
Esta abuela italiana, que escupía si escuchaba hablar de Picasso, estudió
pintura cinco años en la academia de Génova. Y me hablaba de su profesor, su
maestro. Trajo todos sus dibujos, no sus pinturas, eran todas copias, copias
impresionantes. Yo lo sé. Pero una cosa es que tú estés consciente de que estás
en un aprendizaje y otra cosa es que lo veas como un obstáculo. Yo en ese
momento sentía, en alguna parte, que había algo en lo que no creo, pero es una
formulación, que se llama “la voz propia”. Yo no creo que exista una voz
propia, finalmente. Nadie es dueño de su voz y el llamado autor es menos dueño
que nadie. No existe nada fuera del mar general del habla de donde todo
proviene: Platón, el monólogo final de Joyce, Cantinflas, Hamlet, Borges, el
poeta Gelman, todos, y adonde todo vuelve.
¿Cómo llegó a escribir su
primer libro?
Yo empecé a escribir en la
universidad. En ese tiempo conocí a Juan Luis Martínez, no había terminado el
colegio pero nadie en Chile sabía más de poesía que él. Me casé con su hermana,
pero eso duró poco, cuando nos separamos ya estaba la dictadura y teníamos tres
hijos. Prácticamente escribimos nuestro primer libro juntos y de hecho
compartíamos la misma máquina de escribir eléctrica. La habíamos robado, nunca
nos pillaron y la máquina era un lujo. Juan Luis murió en 1993.
¿Se refiere a Purgatorio?
Sí, pero todavía no se
llamaba Purgatorio. En 1969 escribí un poema que sentí que ya me
pertenecía, “El sermón de la montaña”. Se publicó en 1971 en una revista, pero
salió mal, todo lo pusieron al revés, yo no ponía ni puntos ni comas,
reemplazándolos por mayores espacios entre las palabras, pero los tipos de la
imprenta le pusieron todos los puntos y las comas que les pareció que faltaban
y muchas cosas más. Era mi primera publicación y fue tal mi decepción que no
volví a ver el poema en 39 años, hasta que un editor quiso reeditarlo como
libro. Volví a la diagramación original y vigilé las pruebas como si fuera la
niña de mis ojos. Apareció en 2010 sin un error y para mi sorpresa y alivio era
realmente un buen poema. Después aparecí en una antología que hizo Martín
Michel Vega, un argentino que llegó a Chile a ver el proceso, era plena época
de la Unidad Popular. Era un psiquiatra y cantautor con muy buen ojo. La
antología apareció en 1972 en Buenos Aires y es notable.
¿Qué escribió después de “El
sermón de la montaña”?
En 1971 escribí “Áreas
verdes” y en 1973 el poema final dePurgatorio. Ese año, el 11 de
septiembre, se produce el golpe y me apresan el mismo día en la mañana. Me
estaba separando de la hermana de Juan Luis, tenía dos hijos y un tercero en
camino, mi vida era un desastre. Estuve en un barco y salí totalmente
destrozado. Cuando me tomaron preso yo estaba con una carpeta de poemas.
Soldado por el que pasaba –eran marinos– me quitaba la carpeta y decía: “¿Qué
es esto?” “Son poemas.” “¿Tú crees que somos tontos?” Creían que esos poemas
visuales eran escritos en clave, aunque mirándolo bien tenían razón para dudar.
Cada vez que decía “Son poemas” recibía unas golpizas feroces, pero después me
los entregaban. Siempre se repetía la misma escena. Hasta que al final llegué
al barco. Eran unos camiones que nos llevaban a todos acostados. Cada que el
camión saltaba en los baches, saltábamos clavándonos entre nosotros. Era
impresionante, me gustaría escribir un día lo que fue esa media hora, tres
cuartos de hora de viaje. Yo llevaba la carpeta con los poemas afirmada entre
los dientes. Era el único signo de que yo no estaba completamente loco, que
había un antes, de que no era invento mío, de que lo que estaba viviendo no era
una alucinación. Entre patadas y culatazos nos subieron al barco, entonces ahí
un oficial agarró la carpeta: “¿Qué es esto?” Estábamos en el borde del barco.
“Son poemas.” “Sí, son poemas esta mierda”, dijo, y los botó al mar. Entonces,
en condiciones muy desesperadas, traté de memorizarlos. Salí pésimo, y lo único
que quería era conseguirme un trabajo por mis hijos y estaba en una situación
desesperada. Y no conseguía ningún empleo, la poesía no me importaba nada.
Vivir en una dictadura es una experiencia casi intraducible, porque es la
humillación y la pobreza; no pobreza, rachas de miseria, ¿me entiendes?, no es
solamente el miedo, es la humillación. Estás absolutamente a merced del antojo
del primer soldadito que te encuentres. Una vez una patrulla de militares me
bajó de un bus y me tuvieron por horas con las manos al borde del pavimento
solo por divertirse y después me dejaron... Pero me sentí tan profundamente
impotente, tan humillado, que me acordé de la famosa frase de Cristo sobre la
mejilla. Y entonces me encerré en un baño y con un fierro al rojo quemé la mía,
sin fotógrafos –no era una performance–, sin nada.
¿Y eso fue un gesto como
para poner la otra mejilla?
Exacto. Creo que casi en ese
momento entendí que había comenzado algo que algún día debía terminar con el
vislumbre de la felicidad. En 1979 publiqué una fotografía aérea del desierto
de Atacama con una frase grabada sobre él. Decía “Ni pena ni miedo”. Mide más
de tres kilómetros de largo y solo puede verse desde el aire.
Como un recordatorio...
Tal vez. Yo nunca le pondría
a un libro Infierno, porque el infierno es todo lo que está fuera
del libro. El paraíso también es inescribible. Todo aquel que ha tenido una
experiencia de soledad, de miedo, de dolor, de verdad, sabe que, contra los
gramatólogos, hay cosas que nunca van a poder expresarse. El sufrimiento, el
dolor extremo, son inexpresables, no alcanzan a llegar a las palabras. Cuando
tú ves a alguien a quien se le murió un hijo, lo único que puedes hacer es
tratar de contenerlo, pero nada más, no va a oír nada de lo que le digas y su
grito y su aullido es también para nadie. Allí se desfonda el lenguaje, el que
sufre está expulsado del mundo, es lo más cercano a la muerte y es algo que
también sabe cualquiera que haya tenido una experiencia de amor, pero de ese
amor donde las palabras amor, sexo, orgasmo se quedan cortas. Es cuando vienen
Juan y María, o Juan y José, y entonces se produce algo en ese encuentro que es
distinto a lo que se usa habitualmente al cruzarse con una persona. Por un instante,
María deja de ser María y José deja de ser José, eso tampoco es expresable. A
nosotros como seres humanos nos tocó el espacio entre el infierno y el paraíso.
O sea, el purgatorio de las palabras. “Padre, padre, ¿por qué me has
abandonado?” Todo ser humano, en algún momento de su vida, va a decir eso. No
hay ser humano en el paso por esta tierra que no haya sentido, o que no vaya a
sentir, que es un desterrado en este desierto. Para la poesía esas palabras
crean a Cristo. Son tan universales que se necesitaba no un hombre sino un dios
para pronunciarlas.
Pero si la escritura es una
purga de esa soledad constitutiva del individuo, ¿la poesía no es una instancia
de trascendencia, entonces?, ¿que nos reconcilia con la totalidad de lo
humano?, ¿que, al expulsarnos de nosotros mismos, nos reconcilia de alguna
manera con los demás?
La poesía, si vamos a
filosofar, es el primer encuentro del ser con las cosas. Después vendrán las
teorías, las explicaciones, las razones, esa mentira por la que han muerto
tantos que se llama verdad. La poesía es la primera respuesta a la muerte, al
hecho de saber que te vas a morir. Entonces, si la poesía desaparece, la
humanidad desaparece a los cinco minutos.
¿Por qué? ¿Porque la poesía
no va a desaparecer o porque la humanidad está condenada a desaparecer?
Porque la poesía no va a
desaparecer y porque la humanidad está condenada a desaparecer. La poesía es
anterior a la escritura y sobrevivirá a su fin, irá tomando distintas formas.
Pero nosotros nunca hemos salido de la época homérica, todavía estamos en la
época de la ira. Que la primera palabra de la Ilíada sea
cólera lo dice todo. No dice “belleza canta”, no dice “amor canta”. Dice
“cólera canta”, y la cólera es la cólera.
Recuerdo una conversación
anterior, donde usted hablaba de Los hermanos Karamazov y definía lo que lo
conmovía como una mezcla de cólera y bondad. En aquella ocasión le pregunté si
eso se aplicaba a lo que usted escribe. Observo que la cólera vuelve a aparecer
aquí, ahora que habla de la Ilíada.
Hay un salmo, que es el
salmo 137: “Acuérdate de la gente edomita que decía: ‘Arrásenla, arrásenla
hasta los cimientos.’ Hija de Babilonia que serás destruida, dichoso quien te
haga los males que a nosotros nos hiciste, bienaventurado quien agarre a tus
pequeños y los haga pedazos contra las piedras.” Lo que me alucina de los
grandes poemas arcaicos es la desnudez de los sentimientos. Nunca me ha gustado
el comienzo del Evangelio: “En el principio fue el verbo.” Me gusta el comienzo
del Génesis: “Estaba la oscuridad y el espíritu de Dios aleteaba sobre las
aguas.” ¡Eso es poesía! La desnudez absoluta de los significados. Lo otro es
poesía filosofante.
Usted vuelve en sus libros
una y otra vez a fuentes como la Biblia y Dante. Aunque se dice una persona no
religiosa, cuando lo escucho pienso que es un religioso en el sentido
etimológico, y en el sentido más auténtico del término.
Isaías, Oseas, los Salmos,
el Cantar de los Cantares, el Libro de Job... Lo importante no es Dios, lo
importante son los poemas que crean a Dios: “Y compadecido llamaré a ‘No
amada’: ‘Amada mía’ y le diré a ‘No eres mi pueblo’: ‘Tú eres Mi pueblo’ y él
me contestará: ‘Tú eres mi Dios’.” Oseas. “¿Y dónde estabas tú cuando yo
levanté los cimientos de la tierra y las millones de estrellas matutinas se
despertaron cantando al unísono?” Job. Tremendo. Textos, frases como esas, más
que llamarme a la idea de Dios, me reafirman su ausencia. Esto que llamamos lo
humano crea esos poemas colosales precisamente para llenar el vacío con que
nacemos.
Desde su primer libro,
Purgatorio, hay una voz ya configurada. Sin embargo, usted acaba de decir que
no cree en la voz. Me gustaría volver sobre esa afirmación suya.
Descreo cada vez más de la
idea de autor. ¿Quién dicta? ¿Quién, por coloquial que seas, hace que de pronto
te pongas a hablar en una lengua que no es la que usas para comprar pan? La
respuesta de los griegos fueron las musas, y bajo múltiples máscaras esa
respuesta perduró hasta que Baudelaire les pidió a los poetas que presumían de
tener conexión directa con el Olimpo que mostraran sus borradores. Eso es
crucial y al mismo tiempo feroz, al expulsar a las musas expulsa también la
posteridad. En lugar de las musas instala el vacío. Pero la pregunta persiste.
Los grandes poemas son de una indiferencia infinita frente a quienes los
escriben. A los sonetos de Shakespeare les importaban un pepino las angustias,
conflictos, ambiciones, problemas matrimoniales de un tal Shakespeare. Los
sonetos de Shakespeare solo querían ser los sonetos de Shakespeare.
Creo que está hablando de
trascendencia otra vez.
No hay más trascendencia que
la trascendencia de una lengua.
También quisiera hablar de
la idea de obra. Usted, desde Purgatorio, escribe libros, escribe ciclos,
escribe una obra, a pesar de su atención por el poema individual. ¿Cómo surgió,
desde el principio, la idea de hacer una obra, de hacer una escritura?
Frente a lo que estaba
pasando no se podía responder con poemitas de denuncia, sino con una obra que
fuese tan potente y fuerte como el dolor que se nos estaba causando. Nada de lo
que había antes, ni la retórica de Neruda ni el humor de Parra, servía para dar
cuenta del quiebre absoluto, histórico, político, psicológico, social,
emocional, que significó el golpe en Chile, y yo tuve que aprender a hablar de
nuevo, aprender desde la “e”, la “i”, la “o”, para dar cuenta de eso. O la
poesía tiene que ver con la totalidad de la vida o no es absolutamente nada. Yo
prefiero mil veces terminar hecho pedazos entre las piedras, pero con la sensación
de que lo he intentado.
Como los hijos de los
edomitas.
Exacto. Tengo un proyecto,
dibujar con aviones sobre el cielo todas esas cabezas estrelladas. Se llama
“Proyecto Salmo 137” y es una obra que morirá cuando yo muera y que solamente
yo habré visto en toda su demencia. Obras hechas incluso no para la vida sino
para la muerte, pero no esa satisfacción autocomplaciente de “bueno, como no se
puede hacer, no se hace.” Nunca.
Volviendo al tema del
individuo, ¿por qué Zurita? ¿Por qué esta obra monumental se llama Zurita?
“Oye, Zurita –me dijo–,
sácate de la cabeza esos malos pensamientos”, es el inicio de ese personaje,
Zurita, que aparece desde el comienzo en todo lo que he escrito. Creo que
comienza con Kafka. Kafka quiso dejar el registro de su existencia, de que
estuvo vivo, no el Franz Kafka que nosotros vemos en la tapa del libro sino él,
él mismo, como yo digo yo ahora. Leo El castillo y El
proceso y sé, lo sé con una certeza que nada puede desmentir, que
estoy leyendo exactamente lo que Kafka pensó al llamar K a su personaje. Veo al
ser dañado que se cubre con su escritura solo por si alguien que viene de
afuera, el lector, viera su soledad y, atravesando las palabras, le tocara el
corazón, abrazándolo, como lo sueñan todos a quienes les cuesta vivir y que,
aunque sea solo con la mente, le escriben una carta a su padre. Yo no puedo
sino partir del dato básico de mi existencia. Creo que si uno es capaz de
llegar al fondo de sí mismo, pero sin autocompasión ni falsa solidaridad, es
posible que estés tocando el fondo de la humanidad entera. Los seres humanos no
somos mucho más que distintas metáforas de lo mismo. Al final de Hojas
de hierba Whitman dice: “Lector, tú no estás leyendo un
libro, tú estás tocando una persona”, que es conmovedora porque no es cierta;
el lector está tocando solo un libro, pero quien lo escribió quiso decir “yo
estoy acá”, no el verso que lo dice, sino este coágulo de carne, de huesos, de
sangre que en este momento escribe: “Lector, tú no estás leyendo un libro.” El
arte es la única actividad humana que solo existe en su fracaso: no se trataba
de escribir poemas ni de pintar cuadros –ni siquiera El juicio final,
ni siquiera el Canto a mí mismo–, se trataba de que nuestras vidas
fueran obras de arte. ¿Leíste 2666?
Sí. ¿Cómo se siente con el
tratamiento que le dio Bolaño en su literatura?
Me trató bien. Pero da lo
mismo.
Lo ridiculizó.
¿Ridiculizar? ¿Es que se
puede ridiculizar algo como los poemas en el cielo? No, esa palabra la estás
poniendo tú y me irrita, nadie la ha empleado. En Estrella distante tal
vez quiso hacer una parodia de esos poemas, pero para parodiarme Bolaño tendría
que haber escrito mejor que yo, y Bolaño no escribía mejor que yo.
Volviendo al tema del
cuerpo: uno, cuando escribe, le está prestando el cuerpo a su escritura. ¿Cómo
se lleva el Parkinson con su poesía?
El Parkinson es una
enfermedad que tiene un gran sentido del humor, hace que sea muy difícil cruzar
vestíbulos, puertas, pasos angostos. Pero es fantástica para subir y bajar
escaleras, si la vida consistiera solo en bajar y subir escaleras, la mía sería
fantástica. De pronto es como si tuvieras un jardín infantil dentro de ti con
una profesora a la que nadie obedece y donde tus manos, tus piernas, tu cuello
se mandan solos y van cada uno por su lado. Pero eso no me importa, lo
importante es hacer de eso una obra maestra. No hay más opciones: o eres un
enfermito o haces con la dignidad y la extrema belleza de tus temblores, de tu
encorvamiento, de tus piernas cada vez más rígidas, algo tan increíble como El
juicio final de Miguel Ángel.
¿Qué está escribiendo ahora?
¿Qué viene después de Zurita?
Me pasó algo, en épocas de
miseria, le vendí a un coleccionista todos mis manuscritos desde Purgatoriohasta La
vida nueva y me olvidé de ellos. Pero un profesor francés que es
especialista en mi obra se empeñó en preparar lo que se llama “edición
genética” para la colección de libros Archivos. Saldrán Purgatorio,Anteparaíso, El
paraíso está vacío y La vida nueva.
Me gustaría tener un
ejemplar.
Saldrá en 2015. Pero el caso
es que eran casi seis mil páginas, versiones de versiones, con mapas, dibujos
y, entre ellos, la versión original de La vida nueva. La había
olvidado completamente. Tenía doscientas páginas más que la que salió, la había
cortado para que saliera en un solo volumen y no en dos o tres como quería la
editorial. Fue un crimen contra mí mismo y no sé cómo pude mutilarlo así. Era
absolutamente increíble. Retomé entonces ese libro, esos poemas escritos hace
treinta años y comencé todo de nuevo, se llama La vida nueva. Versión
definitiva y, es verdad, ya no queda tiempo para otra. En todo caso es
irónico, la versión original me tomó diez años, pero ahora no sé si me
alcanzará la vida para terminarla.
Vi una entrevista suya donde
decía que la poesía, tal como la conocemos, está llegando a su final. ¿Podría
explicar esa idea?
Si viniera un marciano y la
única información que tuviera fueran los libros de poesía, llegaría a la
conclusión de que, salvo algunos problemas de soledad, algunas angustias
existenciales, no ha pasado nunca nada. Pero el fin del poema es parte de la
agonía del lenguaje y del triunfo absoluto del idioma de la publicidad, o sea
del capital que marca el máximo divorcio entre significante y significado y
donde ninguna palabra nombra lo que nombra ni ninguna frase dice lo que dice.
¿Por qué me alucina tanto el espíritu de Dios que aletea sobre las aguas?
Porque todavía está allí el espíritu de la oralidad.
Última pregunta: si esta
poesía ensimismada va a desaparecer y, como usted dijo, un mundo sin poesía no
sobreviviría ni cinco minutos, ¿qué se viene? ¿El fin del mundo o una poesía
nueva?
Una poesía nueva. ~
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